La decisión de Arwen

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En las tierras altas de Imladris, donde el viento canta entre las hojas eternas y la luna se refleja pura en los estanques de plata, una sombra también puede cruzar el corazón más sereno.

Arwen Undómiel estaba de pie en el mirador oriental de Rivendel, envuelta en un manto de terciopelo azul profundo que apenas protegía del frío de la noche. La luz de las estrellas se trenzaba en su cabello oscuro como la noche sin luna, y su rostro, sereno y pálido, parecía tallado en la misma luz que una vez cruzó los mares desde Valinor.

Pero sus ojos, que tanto habían visto y tanto esperaban, no estaban en paz.

Miraban al este. Más allá de los bosques, más allá de los valles ocultos, hacia tierras donde la sombra avanzaba sin forma pero con propósito. Allí donde el aliento del enemigo se sentía en el viento, y el destino pendía de un hilo, fino como el acero élfico.

Ella lo sentía. Lo sabía, con una certeza que no provenía de la lógica, sino del vínculo profundo que la unía a la vida del mundo. Algo estaba ocurriendo. Y si nadie intervenía… todo podría perderse.

Pasos suaves rompieron la quietud de la noche.

—Mi lady —dijo una voz detrás de ella. Era Thalion, de la guardia de su padre, un elfo de ojos grises y lealtades tan antiguas como los salones de Imladris.

Ella no se volvió.

—El Señor Elrond os busca —continuó él—. Ha pedido que no salgáis de los límites del valle. Vuestra presencia aquí es preciada. Y necesaria.

Arwen cerró los ojos un instante. Aquel nombre —su padre— resonaba en su pecho con amor, pero también con distancia. Elrond había guiado a su pueblo con sabiduría más allá de la comprensión de los hombres. Pero en su corazón había un muro que ni ella había podido atravesar.

—Lo sé —dijo ella, finalmente—. Pero su mirada está puesta en los hilos antiguos, en el fin de las eras. Yo miro el ahora… y veo lo que se rompe.

—Él teme por vos —dijo Thalion, dando un paso al frente—. Por lo que perdéis. Por lo que podría reclamaros esa sombra. Él ha visto su poder.

—¿Y no lo ves tú también? —preguntó ella, girándose al fin.

Thalion bajó la mirada. A un lado del cinto de Arwen colgaba una espada, de hoja aún oculta, pero cuya empuñadura grabada en plata y nácar contaba historias que ya casi nadie recordaba. Era un arma de reyes, de antiguos guardianes. Una promesa hecha acero.

—No soy ciega al peligro, Thalion. Ni a lo que significa. Pero si nadie va, si nadie actúa… todo lo demás será vano.

—¿Y tu padre…?

—Lo amo —dijo ella, con una dulzura firme—. Pero no compartimos el mismo camino. Él teme que lo que me une a este mundo me destruya. Yo creo que lo salvará.

El silencio se instaló entre ellos. Lejos, como un eco imposible, un aullido se alzó en la noche.

Arwen no se inmutó.

—Cuando esto pase, él entenderá. Quizá no hoy. Pero un día.

Y sin más, pasó junto a Thalion, como una sombra de luna sobre piedra. La estrella vespertina había hecho su elección.

Y el mundo giró, imperceptiblemente, hacia su destino.

La luna se ocultaba tras nubes densas cuando Arwen cruzó los límites de Imladris. La noche la envolvía como un sudario, pero ella era más antigua que la oscuridad que cubría la Tierra Media.

Montaba a Asfaloth, el corcel blanco como el alba, de crines de plata y ojos oscuros como lagos nocturnos. Su paso era veloz, pero no torpe; ligero, pero poderoso. Cabalgaba como si el bosque la reconociera, abriéndose a su paso, como si incluso las raíces se apartaran para no entorpecer a la Estrella Vespertina.

Y sin embargo, el mundo que atravesaba no era el de los cuentos. No era el Rivendel del canto y la lámpara. Era el mundo en sombra, cubierto por brumas que olían a hierro, a sangre y a traición.

A lo lejos, entre el ramaje enmarañado, ojos encendidos la acechaban. Trasgos, quizás. O criaturas menos naturales aún. No se atrevieron a atacarla. No esta noche. No a ella.

Más adelante, un lamento gutural cruzó su camino. Asfaloth se inquietó, pero Arwen murmuró en voz baja palabras en la lengua de los elfos. El caballo se calmó como si el propio miedo retrocediera ante su voz.

Ella no temía. No porque ignorara el peligro, sino porque lo había aceptado.

Su belleza parecía ajena a la noche. Ningún ser mortal podía pretender poseerla, y sin embargo su corazón ya no le pertenecía a los salones de los elfos ni a la eternidad de su linaje. Lo había entregado —libre, firme, inquebrantable— a un montaraz de mirada sombría y alma sin reposo.

Por él cabalgaba.

Por él desafiaba a su padre.

Por él lucharía contra la sombra.

Horas más tarde, el bosque comenzaba a abrirse en claros interrumpidos. El aire olía a hojas heridas y sangre antigua.

Fue entonces cuando lo sintió. No sólo la cercanía del peligro, sino el hilo invisible que la guiaba. Un lazo más antiguo que los reinos de los hombres. Allí, más allá de unos arbustos, junto a una hondonada de helechos, se hallaba él.

Aragorn se inclinaba sobre el suelo, recogiendo hojas de athelas con manos rápidas y urgentes. A su lado, un hobbit lo ayudaba en silencio, sosteniendo una pequeña lámpara cubierta con tela. La luz era apenas suficiente para ver, pero no para ser vistos desde lejos.

—Necesitamos más —decía Aragorn, con el ceño fruncido—. El veneno avanza rápido. No tenemos mucho tiempo.

Arwen lo observó desde las sombras, inmóvil. Su corazón latía, no por miedo, sino por el reconocimiento profundo y dulce de su presencia. Allí estaba él: fuerte, desgastado, decidido. Un hombre que cargaba con el peso de un mundo que aún no lo había reconocido como su esperanza.

Y ella supo, sin más, que su decisión era inamovible.

Amaría a ese hombre hasta el fin del tiempo.

Estaría a su lado, aunque el mundo se viniera abajo.

Y aunque al hacerlo quebrara el corazón de su padre… no se arrepentiría jamás.

Con una gracia imposible, se deslizó entre los árboles. Ni hoja crujió, ni rama se agitó. Aragorn, concentrado en la tierra, no la oyó acercarse.

Hasta que ella habló.

¿Pero qué tenemos aquí...? Un montaraz desprevenido.


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