Que en el primer cuarto del siglo XXI haya quienes se rasgan las vestiduras por el supuesto incremento de narraciones "pornográficas" resulta sorprendente, además de no ser creíble.
Donde no se goza de un verdadero ámbito de libertad creativa decir eso es quimérico. Por todas partes lo que predomina es una ausencia de sexo (echaremos a un lado la etiqueta marginadora de pornografía, para lo que no es otra cosa que la expresión pública de lo que mueve mucho del comportamiento humano). Lo que se ha establecido por parte de los sectores dominantes en la cultura y el arte es un artificio: la segregación entre la real vida ordinaria y el sexo real. La última muralla defensiva de los viejos valores impuestos por una minoría que ha creado unos usos morales en contraposición a los usos verdaderos de todas las sociedades humanas. Y que, además, han impuesto en muchas etapas históricas, por la fuerza y la violencia.
La sexualidad verdadera (no la edulcorada y censurada del cine, la televisión, la literatura bestseller y otros productos con finalidades rumiantes) reclama —y consigue, no se engañen— una sexualidad lúdica, creativa, divertida y de pleno intercambio placentero de unos seres humanos hacia los demás.
Horrorícense los hipócritas, los moralistas, los que echan sermones, y aquellos y aquellas que, muchas veces inconscientemente, sirven a un mundo medievalista y místico o tratan de cubrir con un saco monástico la realidad carnal, que nuestra sociedad necesita para romper las cadenas que proclaman las virtudes de vivir en un infierno para ganar un utópico mundo metafísico una vez muertos.
Realmente, hay todavía mucho que transitar para llegar a un mundo sexual auténticamente libre, en el que la felicidad de cada uno contribuya a la felicidad de todas y todos.
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