Había una vez, en un pequeño pueblo de Asturias, un trasgu llamado Prio. Este travieso duendecillo diminuto de orejas puntiagudas era conocido por sus travesuras.
Vivía en una cueva cerca de la playa. Durante el día permanecía en su cueva descansando, pero al llegar la noche, Prio se metia en las casas del pueblo y disfrutaba gastando bromas a los aldeanos: escondía objetos, hacía ruidos extraños por la noche y, a veces, cambiaba del lugar las herramientas de los campesinos y los objetos de la casa.
Un día, un anciano del pueblo, harto de perder cosas, decidió poner fin a las travesuras de Prio. Preparó una trampa con un cesto y un poco de miel. Cuando Prio, atraído por el dulce aroma, cayó en la trampa, el anciano le propuso un trato: si dejaba de molestar a los aldeanos, le daría comida y dulces.
Prio, intrigado por la idea de tener un banquete diario, aceptó. Aquello hizo que poco a poco empezase a sentir cariño por los aldeanos, convirtiendose, casi son darse cuenta, en el protector del pueblo, ayudando a los campesinos en sus labores y asegurándose de que la cosecha fuera abundante para ellos para que así no les faltase de nada.
Así, el trasgu pasó de ser un bromista a un querido amigo de los aldeanos, y ya no le importaba la comida y los dulces, pues tenía algo más valioso que nunca había tenido, el cariño y la aceptación de la gente que le rodeaba.
Para R.
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