SEDIENTOS DE AMOR

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                 SEDIENTOS DE AMOR


   Algo que nunca nos abandona como seres humanos es nuestra necesidad de amor. Es una necesidad permanente o, como escribió muy acertadamente hace bastantes meses en esta misma plataforma Aurora boreal "amor es el motor de la vida". Que sea o no un imperativo biológico debido a nuestra fragilidad o indefensión como individuos de una especie dependiente socialmente, o fruto de nuestra necesidad espiritual -psicológica-, tanto da.

Lo cierto es que todos los seres humanos estamos incapacitados para una vida plena, equilibrada y satisfactoria si carecemos de realización amorosa; si no recibimos amor o entregamos nuestro amor proyectándolo hacia otro y otros seres humanos. Tanto es así que si no encontramos en nuestra especie a quien nos ame o a quien amar, lo dirigimos hacia individuos de otras especies... e incluso hacia objetos, que hacemos nuestros estableciendo con ellos una relación amorosa en una relación unilateral. En este caso podemos llegar a ser conscientes de que ese amor es una autoproyección de amor a nosotros mismos, a nuestros propios sentimientos, hacia nuestra capacidad de sentir amor: una expresión fetichista del amor como amor a uno mismo o misma.

La exaltación del amor romántico, surgida en la antigüedad, es ya la primera manifestación inconsciente de nuestra necesidad de amar y ser amados o amadas, de intercambiar los poderosos sentimientos que constituyen uno de los más fuertes impulsos físicos en nuestra especie.

Sea concientizado o no, reprimido o no, disfrazado o no, el sentimiento amoroso es básicamente físico, un impulso hormonal. Por eso se manifiesta como un torrente de necesidad irreprimible. Las expresiones sed de amor, la locura de amor, tantas veces utilizadas por las voces de un moralismo represivo, para denostar una de las más hermosas cualidades humanas psíquicas y físicas, ponen de manifiesto el devastador efecto de tratar -en vano- de controlar o suprimir el imperativo vital humano de amar, de sentir amor, de dar amor y de recibir amor.

Pero no hay que pasar por alto que también el amor, experiencia universal, buscada por todos y a la vez profundamente íntima, habita en un territorio donde lo físico y lo espiritual se entrelazan como hilos invisibles de una misma trama. 

Sentimos amor en el pecho, en la piel, en el estómago: el cuerpo reacciona, se enciende, vibra. Es una emoción que no sólo se piensa o se dice, sino que se habita físicamente, como una energía que recorre la sangre y acelera el pulso.

Sin embargo, reducir el amor sólo a una reacción biológica o física sería empobrecerlo. Hay algo más, ese algo que no se puede medir ni pesar y que ocurre en lo más profundo del ser. 

El amor también es trascendencia, una forma de salir de uno mismo para habitar el alma del otro, un deseo no solo de tocar, sino de comprender, de cuidar, de permanecer. En ese sentido, el amor es un puente entre la carne y el espíritu, entre el instinto y la conciencia.

Lo físico enciende el amor, lo sostiene con gestos, miradas, proximidad. Pero es lo espiritual lo que lo dignifica: la entrega, la lealtad, el deseo de bienestar del otro más allá del propio. El cuerpo ama con sus sentidos, pero el alma ama con sus silencios y con su paciencia

Amar, entonces, es un acto profundamente humano porque une lo más elemental de nuestro ser con lo más elevado. Es el único sentimiento capaz de demostrarnos que lo espiritual no está separado del cuerpo, sino que lo habita, lo transforma y le da sentido. Y sólo entendiéndolo así, seremos capaces de desentrañar la trama del verdadero amor.


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