Vas y te desplomamas como una antigua venerable catedral de piedras desgastadas, grises y cubiertas de moho sedoso y blando.
Hay sendas a tu alrededor que guardan las huellas de un antiguo esplendor. Por él no transitan los descalzos pies de los hijos de las flores, rodeados de las brumas oníricas. Silba el convoy pesado. Sube la cuesta. Se confunde el humo del vapor con la niebla irlandesa.
Sentado sobre tu roca plana, al borde del abismo, sobre el serpenteante río de plata, sobrevuela la silueta del águila solitaria y crea imágenes en tu cerebro blando. Luminoso amanecer anochecido. Superviviente, otra vez, te yergues austero. ¿Por qué se fija tu mirada en las ruinas desmoronadas? Anticipada antítesis de tus ilusiones.
¡Oh, arlequín serio y callado, te observo desde el espejo y suspiro.
—En un tenue susurro—:
¡déjame ir a tu lado!
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