EL MUÑECO DE TRAPO

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             EL MUÑECO DE TRAPO


   Esta historia transcurre, digamos en otro lugar... en Beirut, por ejemplo (ella escribe con letra de caligrafía redonda: «Beirut»). En esa región, hoy se producen crímenes horrendos, y el señor de negro mueve sus soldaditos de plomo sobre el tapete carmesí, como si se creyera un vengativo dios de las batallas. Pero no va de eso: este cuento no quiere importunar el sueño pegajoso de Sancho Panza.

Este cuento transcurre en un parque casi todo el tiempo, cuando no, es en un jardín ingrávido. Nuestra historia tiene dos protagonistas. Digamos que ella se llama Adela, y él pongamos que se llama Jordi (ella escribe despacito con su mejor letra: «Jordi»). Si quien lo lea piensa que es una historia real, acertará, pero sólo en parte; la otra parte es aún más verdadera...

                           ******

Adela llegó tarde y Jordi ya se había marchado. Quedaban pocas horas de luz en la tarde de agosto. Adela se sintió abatida. Jordi era su amigo más querido, no él más antiguo, pero con él se entendía a otro nivel; era un plano diferente en el cual aquello de lo que no hablaba con nadie, lo hablaba con Jordi. Porque Jordi sabía hacer algo que pocas personas sabían: sabía escuchar, y escuchando navegaba junto a ella en el interior sin fronteras de Adela; en sus sueños, en sus deseos, en sus pasiones, en su sensibilidad. Entre ellos, como decía Jordi: "todo estaba claro", sin exigencias, sin preguntas.

Adela se sintió triste y se llenó de preguntas: ¿por qué Jordi no esperó un poco más; ella ya estaba en camino, simplemente no miró la hora en su teléfono y el tráfico en la capital de Líbano era caótico e incalculable. Eso Jordi lo sabía perfectamente. Se agolparon las lágrimas en sus ojos inteligentes y profundos.

Transcurrieron algunos días. Adela volvía al parque todos los días, a la hora en que se encontraba con Jordi; pero él no aparecía. Aunque algo en su más recóndito interior le susurraba respuestas no dejaba de sentirse culpable y triste.

Adela había recibido muchas cartas de Jordi, en esas cartas él le abría su corazón, su alma y sus sentidos. Juntos habían recorrido tantas veces aquel parque, que sin duda sus huellas habían dejado un sendero propio, distinto al de los otros beirutíes. Pero está vez no le llegó ninguna carta. Nada que pudiera hacer de un papel el receptáculo para transmitir los sinceros y profundos sentimientos de Jordi hacia ella.

Adela y Jordi siempre habían entendido su relación en términos de una abierta amistad, cálida y tierna; también intensa y con momentos de confianza que no eludían sus pasiones más íntimas. Como una vez dijo Jordi: "sin exigencias, sin demandas, sin peticiones: estando, simplemente".

Adela siguió yendo al parque, a "su" parque, a aquel jardincillo, donde tenían "su" banco de madera repintada; en el que se habían mirado intensamente, sinceramente, sin secretos, sin palabras, en unos silencios cómplices de miradas y sensaciones casi mágicas. Se habían comunicado tristezas y vacíos, preocupaciones y risas... ¿Cómo calificar aquel vínculo que unía tan estrechamente a Adela con Jordi?

De repente, una semana después (¡sería posible: sólo hacía una semana, siete días sin que Adela y Jordi se reencontrarán! —se dijo Adela sorprendida—), mientras languidecía la tarde, Adela se sentó en el banco compartido con la ausencia de Jordi («Jordi», susurró Adela). Miraba las hojas crecidas en fila, una tras otra, en la misma rama de los árboles, el último vuelo vespertino de las avecillas, que buscaban y discutían por el lugar en las ramas, con su pareja elegida. Notó como una presencia cercana, junto a ella...

Desvío la mirada hacia el lado y lo vio. Un muñeco de lana color pana castaña. Estaba maltrecho y con alguna tela escapando por las costuras. Era un humilde muñeco de trapo casero. En los labios de Adela se dibujó una sonrisa como una media luna. Su corazón dio un vuelco. Recordó inmediatamente la historia que le contara Jordi. Su abuela materna le había cosido un muñequito de lana. Jordi se encariñó con el juguete, al que profesaba un inmenso amor. Dormía con él cada noche... hasta que su padre lo descubrió una vez, montó en colera y armó un espectáculo, acusando a la anciana de convertir a su hijo en un amanerado... y el muñeco acabó en la basura con el consiguiente disgusto y llanto inconsolable del pequeño Jordi. Pero la abuela lo recuperó y se lo entregó al niño, que lo escondió y cada noche lo volvía a llevar a la cama consigo, refugiándolo bajo su almohada. Jordi aprendió a ocultar, a disimular y a engañar, para seguir los dictados de su corazón y evitar represalias.

Adela dio un salto en el banco, se levantó y buscó por todas partes con el muñeco cogido entre sus dedos. Su pensamiento repetía: «Jordi, Jordi»... Y Jordi salió de detrás de un roble centenario con una gran sonrisa y los brazos abiertos.

Con los ojos brillantes dijo: «¿Un café?»

Adela dio tres zancadas y se fundió en un largo abrazo con él.
«No podía...», Adela llevó dos de sus delicados dedos a los labios de Jordi y le interrumpió: «No digas nada, no hace falta: aquí estoy, y siempre estaré».

Entre las manos entrelazadas de los dos estaba el viejo muñeco de trapo, y la luna comenzó a brillar en el sereno anochecer de una ciudad que no dejaba vencer.


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