# El Cazador, Cazado
En los oscuros rincones de un bosque espeso y antiguo, se podía sentir una presencia inquietante. Entre las sombras y el susurro de las hojas, se movía La Bestia, un ser que desafiaba toda lógica y razón. Podía adoptar la forma que deseara; a veces era un adorable oso de peluche, otras un dragón que escupía fuego o incluso un pequeño gatito. Pero su verdadero rostro era una mezcla de astucia y malicia, un depredador que acechaba con sigilo.
La Bestia tenía un único objetivo: cazar. Su presa favorita eran los jabalíes salvajes, criaturas fuertes y llenas de carne. Sin embargo, aquel día se había despertado tarde, sintiéndose hambrienta y frustrada. En el aire había un aroma tentador, y su instinto le decía que algo más atractivo que un jabalí estaba cerca. Decidió seguir ese nuevo aroma, adentrándose más en el bosque.
Camuflada entre la maleza, La Bestia observó a su nueva víctima. Un cazador humano, robusto y despistado, que parecía haber perdido su rumbo. Era un hombre de grandes carnes, y en su mente, La Bestia ya calculaba cuántos días podría alimentarse de él. Sin embargo, aquel día no iba a ser tan sencillo como lo imaginaba. Algo inesperado ocurrió cuando el cazador se giró para inspeccionar el entorno.
Delante de él, salió del matorral una hermosa mujer, apenas vestida, que parecía una aparición salida de un sueño. Su piel brillaba con la luz del sol que se filtraba entre las hojas, y sus ojos, de un verde profundo, hipnotizaban al cazador. Con una voz dulce y suave, ella lo invitó a acercarse, incluso a desnudarse. El cazador, aturdido por su belleza y encantado por su presencia, comenzó a despojarse de sus ropas sin pensar en las consecuencias.
Era un juego peligroso. La Bestia, al observar todo desde las sombras, sintió una mezcla de ira y deleite. Sabía que la mujer no era más que un disfraz, una trampa destinada a atrapar no solo al cazador sino también al alimañero que se ocultaba en ella. El hombre se dejó llevar, como una marioneta sin hilos, y avanzó hacia aquella figura seductora.
Los instintos de La Bestia se agudizaron. Estaba acostumbrada a ser la ojeadora, pero ahora, el cazador se convertía en su presa. Antes de que el hombre pudiera tocar a la mujer, ella dio un paso atrás, sonriendo con una expresión enigmática y reveladora. Su rostro cambió y La Bestia surgió. La transformación fue instantánea, y en un parpadeo, el hermoso rostro femenino se desvaneció, reemplazado por un semblante feroz y aterrador.
El cazador, paralizado por el miedo, comprendió demasiado tarde que había caído en su propia trampa. La Bestia, burlona y victoriosa, se abalanzó sobre él, cerrando la distancia en un abrir y cerrar de ojos. Mientras las garras se hundían en su carne, el eco de sus gritos resonó por el bosque, un sonido ahogado que se perdió entre los árboles.
Nunca había sido un cazador extraordinario. Era un hombre atrapado en su propia ambición, buscando un trofeo que no le pertenecía. Era un recordatorio de que las apariencias pueden ser engañosas, y en el momento en que uno cree tener todo bajo control, puede convertirse en la víctima de su propio juego.
La Bestia saboreó la victoria. Aquella tarde, no solo había saciado su hambre, sino que también había enseñado una valiosa lección: en la eternidad del ciclo de la vida y la muerte, el cazador puede convertirse en el cazado. Y así, entre risas sombrías, el eco de La Bestia se perdió en el bosque, preparado para acechar a su próxima víctima, siempre esperando el momento perfecto para atacar.
Así es como las leyendas de horror se despliegan; donde lo que parecía ser inofensivo resulta ser mortal, y donde la línea entre el cazador y la presa se difumina en la penumbra de la selva.
**FIN**
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