DECENAS Y DECENAS DE ESTRELLAS EN EL FIRMAMENTO (2)

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DECENAS Y DECENAS DE ESTRELLAS
                 EN EL FIRMAMENTO (2)


Rahmam al-Mursi, el sabio entre los sabios de Oriente, vivía en el límite con el desierto del sur. Su casa era poco más que una choza con paredes de piedra, junto a un pozo que servía para mantener un pequeño jardín circular que había a la puerta de la entrada a la pequeña vivienda.

De nuevo Athman se encontró ante un anciano de pelo blanco como la cal. Le hizo entrega de un bello cántaro y unos vasos de metal plateado, que había adquirido en una pequeña tienda de un mercader tribal de Damasco.
Rahmam al-Mursi al bagdadi tomó el cántaro, mostrando un sincero agradecimiento y le dedicó grandes alabanzas por su hechura y delicadas formas; igualmente aprecio los destellantes y bellos vasos. Sus dedos acariciaron los bordes y las paredes de elaboradas figuras hexagonales. Halagado por el respeto y el esfuerzo que le mostraba el joven turco al hacer tan largo viaje para escucharle, para agradecer el bello y delicado obsequio de Athman, atendió y escuchó con suma atención sus palabras.

Acabada la plática de Athman, el anciano Rahmam al-Mursi le condujo fuera de la humilde choza y apoyándose en el vigoroso brazo de su joven visitante le condujo a la entrada de una cueva cercana.

—La respuesta a tu pregunta la encontrarás dentro. Cuenta veinte pasos y di: «Responde, madre».

Athman asintió y penetró en la cueva con el corazon a todo galope. Contó los veinte pasos indicados y pronunció las fórmula: «Responde, madre». En ese mismo instante el venerable anciano bagdadí con rostro adusto escuchó un formidable rugido entre las paredes de piedra, que procedía del interior de la cueva. Cómo él esperaba, la potente voz de Athman, al rebotar entre las rocas causó un derrumbe. Varias piedras se resquebrajaron y cayeron desde el techo.

El joven salió al exterior con las piernas temblando, el rostro pálido y los ojos abiertos de par en par. Los labios del anciano dibujaron una leve sonrisa, mientras apoyándose en el báculo se dirigía hacia la boca de la cueva. Ante el asombro de Athman el anciano penetró con paso firme en la cueva. Athman intentó detenerlo, pero al-Mursi lo agarró por el brazo y ambos se introdujeron en la cueva. El anciano midió veinte pasos, miró hacia el rocoso techo y dijo con toda la fuerza y volumen de que era capaz: «Responde, madre»... Y nada sucedió. El viejo sabio repitió: «Responde, madre». Y todo permaneció en calma. al-Mursi dirigió una aguda mirada a Athman tirando de su manga y Los dus caminaron hacia la salida de la gruta.

Ya bajo la luz exterior, el viejo Rahmam al-Mursi llevó a Athman a la vera de una higuera cuyas frondosas ramas proyectaban una agradable sombra. Con ayuda de Athman se sentó dificultosamente sobre un ancho nudo de las gruesas raíces exteriores. A su lado Athman silencioso esperaba respetuosamente.

—Aquí tienes la respuesta, joven Athman.
El joven buscó pensativo en su cabeza.
—Hay un destino, y hay una fecha. Cada cual cumplimos nuestro papel en la vida, según un plan. Todo está diseñado por la divinidad. Obedecemos su dictado —sentenció el joven turco.

Al-Mursi movió su blanca cabeza, hizo unos dibujos con la punta de su cayado, dejó caer sus párpados y luego miró bondadosamente a Athman.
—Ni siquiera las estrellas, mi joven amigo, obran sin una razón, sin una causa. Hay una infinidad de flores en el jardín de la noche estrellada, que nadie puede contar. Los movimientos no son previsibles; no hay cálculo ni cifras. Todo destino está abierto. Todo dictado es imposible.
—¿Entonces?
—Causas. Elementos. Todo forma parte del mundo. El mundo forma parte del cielo estrellado. Cada cosa que ocurre guarda relación con otras; con todo. Somos parte del firmamento lleno de mundos —Athman pareció no entender—. Las rocas de la gruta se habían debilitado por los años, por el paso del tiempo. Mi voz es demasiado débil para causar un derrumbamiento. Tu voz, grave y fuerte, hizo con su reverberació que cedieran los bordes desgastados de las otras piedras, en las que se sustentaba. Una causa que explica el destino.

Al-mursi calló. Se quedó observando los dibujos que había trazado en el suelo terroso. Una hilera de gruesas hormigas rojas se movía por un sinuoso sendero indefinible para los ojos y el olfato humanos.

Athman reflexionaba acerca de las palabras del viejo sabio.

—Entiendo. —Una brevísima pausa—. Pero, ¿por qué ahora?

El anciano giró su cabeza hacia el joven, miró sus pupilas negras interrogativas y respondió:

—El azar. La respuesta a todas tus preguntas es esa: el azar es el creador de todo cuanto existe. Es lo que existe. La red entrelazada de todo lo que sucede es efecto y causa, causa y efecto, como una inimaginable mesa de billar compuesta de puntos de energía que se influencian entre sí. Cuando algo sucede, mi joven amigo, a eso lo llamamos tiempo.


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