02 Un amor de oficina
Por Enzo Fernandez
Enviado el 14/08/2025, clasificado en Amor / Románticos
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Capitulo II - El Abrigo
Los días posteriores al festejo de cumpleaños no trajeron cambios evidentes en la rutina de la oficina, pero sí dejaron una sutil huella en el ambiente entre Andrés Fuentes y Laura González. No había distanciamiento formal ni frialdad explícita: él continuaba saludándola cada mañana con el mismo gesto breve y educado, y ella respondía con una sonrisa discreta. Sin embargo, algo en el aire parecía distinto, como una cuerda floja que ambos pisaban con cuidado.
La tensión no era hostil, sino más bien el resultado de una incomodidad no resuelta. Andrés, fiel a su costumbre, no buscó conversación sobre el tema. Su manera de lidiar con los roces era dejarlos marchar por sí solos, como manchas de café que el tiempo termina borrando.
Laura, en cambio, tenía un estilo diferente. No era de las que se quedaban con las dudas ni con palabras guardadas. Así que una mañana, mientras le entregaba la correspondencia —un manojo de sobres que sostenía con ambas manos como si fueran frágiles—, decidió romper el silencio.
—Contador —comenzó, sin preámbulos—, quiero disculparme por la broma. No fue mi intención hacerlo enfadar.
Andrés levantó la vista de los papeles que estaba revisando. Su expresión no era dura, pero tampoco abierta.
—No me enfadé, Laura. Solo me tomó por sorpresa —respondió con calma—. Fue divertido para todos los presentes. Tuviste mucho éxito.
Ella frunció levemente el ceño, como si no estuviera convencida, además que reconoció el sarcasmo en la respuesta de Andrés.
—Vi su expresión. Sé que no le gustó para nada. Desde entonces me he sentido apenada con usted.
Andrés dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Está bien, no pasa nada. Gracias por la correspondencia.
Laura dio media vuelta para salir, pero, como si algo la impulsara, se detuvo en seco, giró de nuevo y lo miró directamente.
—¿No le gusta festejar su cumpleaños?
La pregunta lo sorprendió más por su franqueza que por su contenido. Él no era dado a explicar su vida personal en el trabajo, pero por alguna razón —quizá el tono genuino con el que ella lo había dicho— se sintió obligado a responder.
—No estoy acostumbrado a festejar —dijo, eligiendo sus palabras—. La multitud me provoca ansiedad, es solo eso. No me gusta estar donde hay más de dos o tres personas.
Laura sonrió, y en ese instante su rostro se iluminó como si hubiera encontrado una pieza clave en un rompecabezas.
—¿Le da gusto mi ansiedad, Laura? —preguntó Andrés, en un intento de suavizar con humor.
—No es eso —contestó ella, divertida—. Es que… en el pasillo se dice que usted es muy malhumorado, muy especial. Pero creo que no se han tomado el tiempo de conocerlo bien. Voy a ser cuidadosa la próxima vez. No más bromas.
Andrés asintió, sin añadir más. Sabía de su fama entre los compañeros y no era algo que le quitara el sueño. Pero, en silencio, agradeció que Laura hubiera decidido no juzgarlo a la ligera.
En los días siguientes, la tensión desapareció del todo. No hubo grandes cambios: seguían tratándose con la misma formalidad de siempre, pero a veces, entre un “buenos días” y un “buenas tardes”, aparecía un amago de sonrisa compartida. Era un gesto pequeño, pero suficiente para dar la sensación de que algo, aunque mínimo, había mejorado.
Fue en una mañana de invierno cuando ese entendimiento silencioso tomó una forma inesperada. Aquella jornada amaneció más fría de lo habitual, con un viento seco que se colaba por cada rendija. Desde su oficina, Andrés veía a través de las paredes de cristal cómo, cada vez que alguien abría la puerta principal, un golpe de aire helado se lanzaba directo sobre la recepción. Laura, sentada en su puesto, se encogía de hombros en un intento de mitigar el frío, frotándose los brazos por encima de la blusa.
La escena se repitió varias veces en pocos minutos. Andrés, que rara vez se fijaba en ese tipo de detalles, sintió un impulso extraño. Se levantó, caminó hasta el perchero y tomó su abrigo de lana oscuro.
Se acercó a la recepción y lo depositó suavemente sobre el escritorio de Laura.
—Ten, abrígate —dijo, con un tono menos formal que de costumbre—. Te vas a enfermar, te ves blanca del frío.
Laura parpadeó, sorprendida tanto por el gesto como por la forma en que él lo dijo. Estiró el brazo, tomó el abrigo y se lo colocó enseguida. Evidentemente le quedaba grandísimo pero vaya que le ayudaría.
—Gracias —respondió, sonriendo de forma breve, como si quisiera evitar que el momento se alargara demasiado como para volverse incómodo.
Andrés asintió y volvió a su oficina sin más. El resto de la mañana transcurrió como siempre.
Por la tarde, Laura apareció en la puerta de su oficina. Llevaba el abrigo doblado sobre los brazos, con una expresión que mezclaba gratitud y una ligera incomodidad.
—Aquí tiene, contador. Gracias de nuevo.
No esperó respuesta: dejó el abrigo sobre una silla y se marchó.
Andrés la observó alejarse y, aunque no era dado a buscar explicaciones innecesarias, la notó más tímida de lo habitual. Intrigado, decidió escribirle un correo. No un mensaje seco como los que acostumbraba, sino algo un poco más personal.
“¿Pasa algo? Te noté tímida en mi oficina y esa no eres tú definitivamente. Si quieres seguir ocupando el abrigo, hazlo, no hay problema.”
La respuesta llegó rápido:
“Gracias por haberme prestado el abrigo, me ayudó mucho, de verdad. Me estaba muriendo de frío. No sabía que la recepción era un congelador. Pero ya no me vuelva a prestar su abrigo, muchas gracias.”
Andrés frunció el ceño. Ahora su curiosidad era más fuerte. Respondió de inmediato:
“¿Pasó algo? Perdón por mi insistencia.”
La contestación de Laura fue más larga:
“Las señoras de la limpieza me dijeron que fui una impertinente, que no debí haber aceptado su abrigo. Me hicieron sentir como si lo hubiera hecho a propósito. Usted sabe a lo que me refiero.”
Andrés leyó el mensaje dos veces. Entendía perfectamente la insinuación. No era ingenuo: en las oficinas, los gestos más inocentes podían convertirse en materia prima para rumores. Pero la ligereza con la que esas “señoras” podían interpretar un acto de cortesía lo molestó.
Decidió no seguir la conversación por correo. Esperó a la hora de la salida. Al pasar por la recepción, se detuvo frente a Laura, que ya guardaba sus cosas en un bolso pequeño.
—Si vuelves a tener un problema con esas señoras, dímelo —dijo, en voz baja pero firme—. Yo sabré a quién le presto mi abrigo o a quién no. ¿Ahora resulta que ellas van a decidir por nosotros?
Laura lo miró unos segundos. No había reproche en sus ojos, pero sí una chispa de complicidad, como si agradeciera que él lo hubiera dicho en voz alta. De alguna extraña manera, se sintió protegida.
—Gracias —respondió simplemente, con una leve sonrisa.
Desde entonces, no hubo grandes gestos ni conversaciones profundas, pero algo había cambiado. Un abrigo prestado y devuelto con vergüenza había sido suficiente para que Andrés empezara a mirar a Laura con una atención diferente, más consciente. Y aunque él no lo supiera aún, ella también había tomado nota de ese detalle.
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