Bajo el suave brillo de las luces de la ciudad, Marie se encontraba disfrutando de un café con croissant. La brisa de la tarde acariciaba su rostro mientras observaba a la gente pasar. En una mesa cercana, un hombre dibujaba en su cuaderno, concentrado en su arte. Sus trazos eran delicados, casi como si capturara la esencia de la vida que lo rodeaba. Una pequeña montaña de libros y unos cuantos lápices ocupaban su mesa.
Intrigada, Marie se acercó y, sin pensarlo, le preguntó qué estaba dibujando. Él sonrió, sus ojos brillaban con una chispa especial. "Es un lugar que me inspira", respondió, señalando el horizonte donde se alzaba una estructura icónica, que desde el pequeño café, se alzaba a lo lejos, recortada frente a un cielo gris pálido. No brillaba ni reclamaba atención, pero tenía esa manera suya, tranquila, fina, inevitable, de hacerse notar.
Las conversaciones fluyeron de forma natural, compartiendo sueños, anhelos, aficiones, como si se conociesen desde siempre, mientras el sol comenzaba a ocultarse. Al caer la noche, las luces de la ciudad empezaron a brillar, y en ese instante, Marie sintió que el mundo se reducía a ellos dos.
Sin darse cuenta, el joven tomó su mano, y juntos, miraron hacia la silueta que se erguía en el fondo, iluminada por miles de luces. Era un símbolo de amor y esperanza, un lugar donde las promesas se susurraban al viento. Marie supo que, sin importar la distancia, ese momento quedaría grabado en su corazón.
La noche avanzó, y mientras se despedían, él le dejó un pequeño dibujo de su encuentro, con la silueta de aquel monumento en el fondo. Marie sonrió, entendiendo que a veces, el amor se presenta de las maneras más inesperadas, y que los recuerdos más bellos se forjan en los lugares más emblemáticos, aunque nunca se mencionen por su nombre.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales