05 Un amor de oficina

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05 Un amor de oficina - Hasta mañana

 

Pasaron varios meses desde aquel primer intercambio de correos que solo buscaban coordinar temas de trabajo. Con el tiempo, esos mensajes matutinos comenzaron a llevar implícito un “buen día” que no estaba escrito, pero que se entendía. Entre solicitudes de información, recordatorios de reuniones y avisos de pendientes, se colaban frases cortas que solo dos personas que habían aprendido a leerse podían entender.

En los descansos, improvisaban desayunos en la pequeña cafetería de la planta, a veces con una simple taza de café, otras con algún pan que Laura traía de casa. Las salidas a comer se volvieron menos formales; ya no necesitaban pretextos, bastaba que uno dijera “¿vamos?” para que el otro supiera que era momento de salir a despejarse.

En la oficina, se aconsejaban sobre temas que no tenían nada que ver con el trabajo. Laura le hablaba de sus hijos, de las dificultades de vivir sola y de lo agotador que resultaba estudiar de noche. Andrés escuchaba con paciencia, opinaba cuando creía que podía aportar algo y, sobre todo, le transmitía una calma que a ella le resultaba reconfortante.

Para ese momento, la gente ya había empezado a sacar sus conclusiones. Algunos lo hacían con intención de molestar, otros simplemente porque veían lo que, según ellos, era inevitable. Los rumores corrían entre los pasillos como corrientes de aire: fríos, invisibles, pero fáciles de sentir.

Laura se había cambiado de casa hacía unas semanas. Su nuevo hogar quedaba, curiosamente, en la ruta de regreso de Andrés. No era un desvío grande, apenas unos minutos, pero suficiente para que él se ofreciera a llevarla de vez en cuando. No lo hacía diario, pero sí con cierta frecuencia, y en esos trayectos, que no duraban más de quince minutos, las conversaciones eran distintas: más personales, más relajadas. Era un espacio donde no había teléfonos sonando, ni compañeros que interrumpieran, ni tareas urgentes que los apuraran.

El gesto, aunque simple, no pasó inadvertido para el resto. Los rumores crecieron y, como suele suceder, comenzaron a deformarse. Hubo comentarios fuera de lugar, algunos en tono de broma, otros con la intención clara de incomodar. Andrés, sin embargo, no veía nada malo en ayudar a Laura. Para él, era un acto de compañerismo, una forma de hacerle el día un poco más llevadero.

Una mañana, mientras revisaba unos documentos con una compañera en su oficina, ocurrió una de esas escenas que quedan grabadas. Sin previo aviso, la mujer, con una sonrisa cargada de malicia, le dijo:
—Es mejor que me vaya a mi oficina y regrese más tarde… es la hora en que viene tu novia a dejarte la correspondencia. No quiero que me mire feo por interrumpir.

Andrés levantó la vista, la miró un instante y no dijo nada. Se limitó a seguir revisando los papeles, como si las palabras se hubieran perdido en el aire. Él sabía que responder solo daría más cuerda a la broma. Guardó silencio, pero por dentro notó esa mezcla incómoda entre molestia y resignación que dejan los comentarios malintencionados.

A pesar de todo, la dinámica entre él y Laura no cambió. Tal vez su falta de experiencia en situaciones así les impedía darse cuenta de que, poco a poco, estaban cruzando una línea invisible. O tal vez lo sabían, pero no les importaba demasiado. Ambos creían conocer sus límites y sentirse en control.

Fue en una tarde de junio cuando todo cambió. El día había sido caótico en la empresa. Una junta de ventas con varios clientes ocupó la sala de reuniones desde temprano, y la recepción se convirtió en un hervidero de entradas y salidas. Laura, como siempre, mantenía el orden, pero se notaba el cansancio en su rostro.

Se había acordado que ese día saldría más tarde para dar servicio mientras durara la actividad. Andrés, que había pasado casi toda la jornada en su oficina revisando contratos y atendiendo llamadas, decidió marcharse un poco antes. Al bajar, la vio en su escritorio, ocupada, sonriendo mecánicamente a un proveedor que firmaba unos documentos.

Se acercó para despedirse. No planeaba quedarse mucho; era evidente que ella no podría irse con él esa tarde.
—Te veo mañana —le dijo con un tono suave, inclinándose ligeramente para darle un beso en la mejilla, como hacía en ocasiones contadas.

Pero Laura, sin mirarlo directamente, extendió una mano, la apoyó suavemente en su mejilla y, con un gesto seguro y rápido, lo besó en los labios. No fue un roce accidental ni un gesto ambiguo. Fue un beso breve, preciso, pero cargado de intención.

Andrés sintió un golpe de sorpresa que lo dejó sin palabras. No lo esperaba, y sin embargo, no le desagradó. Era como si el tiempo se hubiera detenido apenas unos segundos, lo suficiente para que el aire pareciera distinto.

Laura, consciente de lo que acababa de hacer, volvió a su postura habitual con la naturalidad de quien guarda un secreto.
—Hasta mañana —dijo, sin mirarlo, y continuó revisando unos papeles como si nada hubiera ocurrido.

Andrés no respondió. Simplemente se enderezó, dio un paso atrás y salió de la recepción. Caminó hacia su auto sin tener muy claro cómo había llegado allí. Sus pensamientos iban y venían en desorden, atrapados entre la sorpresa y una sensación que no lograba definir.

El camino a casa se le hizo irreal, como si hubiera viajado en una nube espesa. Cada semáforo, cada vuelta, cada auto que pasaba junto al suyo se sentían lejanos, como si pertenecieran a otra realidad.

Al llegar, la sensación de culpa apareció, silenciosa pero firme. No era un simple beso, no cuando venía de alguien con quien compartía tanto tiempo y tanta confianza… y no cuando ambos tenían vidas construidas fuera de la oficina.

Sin embargo, por más que quisiera convencerse de que aquello no debía haber pasado, no pudo borrar la forma en que lo había mirado antes de apartarse, ni la seguridad con la que lo había tomado por la mejilla. No había nada de casual en ese gesto.

Esa noche, Andrés no durmió bien. Se dio cuenta de que, más allá de la culpa, había algo más profundo: ese beso lo había descolocado como nunca antes en su vida. Y aunque no lo dijera en voz alta, sabía que, a partir de ese momento, algo entre ellos había cambiado y nada volvería a ser igual.

La mañana siguiente llegó como cualquier otra, al menos en apariencia. El sol entraba tímido por la ventana de la recámara de Andrés, filtrándose entre las cortinas, iluminando de a poco la habitación. El despertador sonó a la hora de siempre y él, en automático, lo apagó. Se levantó, se vistió, preparó café. Todo parecía igual, pero dentro de su cabeza nada lo estaba.

El beso de la tarde anterior seguía ahí, tan fresco como si hubiera ocurrido un minuto antes. No se trataba de la duración —apenas un instante—, sino de lo que había significado. Había sido un gesto cargado de intención, una acción que cruzaba una línea que ambos habían mantenido intacta durante meses.

 

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