06 Un amor de oficina

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06 Un amor de oficina - Silencio

 

Laura, por su parte, había pasado la noche en un torbellino de emociones. No estaba segura de por qué lo había hecho. Tal vez por impulso, tal vez porque, después de tanto tiempo compartiendo espacios, conversaciones y miradas, había sentido que ese era el momento. Pero lo que más le inquietaba no era la acción en sí, sino lo que podía venir después.

Había pasado buena parte de la madrugada imaginando el momento de volver a verlo. ¿Lo evitaría? ¿Haría como si nada? ¿O se atrevería a mencionarlo? La verdad era que, aunque Laura proyectaba seguridad hacia los demás, en su interior también lidiaba con dudas y miedos. No quería perder la amistad que habían construido, pero tampoco podía fingir que el beso no había existido.

Los días siguientes fueron un delicado juego de equilibrio. Andrés seguía con su rutina, pero había una sutileza nueva en su forma de comportarse con ella. No había distancias marcadas, pero tampoco el mismo grado de espontaneidad que antes. Se cuidaba de no quedarse demasiado tiempo en la recepción, de no coincidir en espacios pequeños por mucho rato.

Laura lo notaba. Y aunque entendía el motivo, esa cautela también le generaba cierta tristeza. Era como si un muro invisible hubiera crecido entre ellos en cuestión de horas.

Aun así, la vida en la oficina no se detuvo. Los correos seguían llegando, las reuniones continuaban, y las responsabilidades exigían la misma atención de siempre. A ojos de los demás, todo parecía igual. Pero bajo esa fachada, ambos caminaban por un terreno nuevo y desconocido.

Una tarde, una semana después del beso, coincidieron en la salida. No era algo planeado; simplemente, el horario y las circunstancias se alinearon. Andrés la vio acomodar su bolso y recoger unas carpetas. Por un instante, dudó si ofrecerle el aventón. Sabía que aceptar implicaría enfrentarse a un silencio incómodo o a una conversación inevitable.

Finalmente, lo hizo.
—¿Te llevo? —preguntó, con un tono neutral.

Laura lo miró, evaluando si era prudente aceptar. Asintió con una pequeña sonrisa.
—Claro.

El trayecto comenzó con comentarios sobre el tráfico, sobre el clima y sobre una reunión que tendrían la semana siguiente. Temas seguros, predecibles, como si estuvieran siguiendo un guion. Pero a mitad del camino, Andrés rompió la barrera.

—Laura… —dijo, sin apartar la vista de la carretera—. Sobre lo del otro día…

Ella bajó un poco la mirada, apretando las manos sobre su bolso.
—No tienes que decir nada —interrumpió—. Fue… un momento.

—No —respondió él, con firmeza—. Sí tengo que decir algo. No sé qué fue exactamente, pero no lo vi venir. Y no quiero que pienses que lo estoy evitando por eso… solo que… —hizo una pausa breve—. No quiero que algo que quizá fue un impulso cambie lo que tenemos.

Laura respiró hondo antes de contestar.
—Yo tampoco quiero que lo cambie. Pero no fue solo un impulso. No lo hice sin pensar.

Esas palabras resonaron en Andrés mucho más de lo que esperaba. No respondió de inmediato, y el resto del trayecto se hizo en un silencio pesado, aunque no incómodo. Era el silencio de dos personas que sabían que la conversación no había terminado.

En los días posteriores, la tensión siguió latente. No era una tensión hostil, sino de esas que se sienten en el aire, como electricidad antes de una tormenta. Se miraban a veces más de lo necesario, otras evitaban hacerlo por completo.

Ambos eran conscientes de que estaban en una frontera peligrosa. No era un asunto de trabajo ni un simple malentendido. Se trataba de algo que, si no se manejaba con cuidado, podía alterar no solo su relación personal, sino su entorno, su reputación, incluso su vida fuera de la oficina.

Una noche, Andrés estaba en casa, sentado en la sala con las luces apagadas, repasando mentalmente los últimos meses. Recordó las primeras conversaciones con Laura, los desayunos improvisados, las salidas a comer, las bromas en medio de jornadas pesadas. Todo había crecido de manera natural, sin que nadie lo forzara. Y ahora, un solo gesto había cambiado las reglas.

Lo que más le inquietaba no era el beso en sí, sino la facilidad con la que su mente volvía a él. Era como si, al recordarlo, reviviera la sensación exacta: la calidez, la cercanía, el leve aroma de su perfume. Y en medio de ese recuerdo, se descubría queriendo que volviera a pasar.

Laura, en su casa, también repasaba cada detalle. No se arrepentía, pero sí se preguntaba si había sido justo para ambos. Sabía que, con un solo movimiento, había puesto sobre la mesa algo que él no había pedido. Y sin embargo, no podía negar que, desde hacía tiempo, lo había imaginado.

Con el paso de las semanas, la dinámica comenzó a encontrar un nuevo equilibrio. No volvieron a hablar directamente del beso, pero tampoco se comportaron como si no hubiera ocurrido. Era como si ambos hubieran decidido, tácitamente, dejar que las cosas siguieran su curso y ver hasta dónde llegaban.

Los rumores en la oficina no desaparecieron, aunque variaban de intensidad según el día. Un comentario aquí, una mirada curiosa allá. Andrés y Laura aprendieron a ignorarlos, o al menos a fingir que lo hacían.

Lo que ninguno de los dos sabía era que, más allá de los gestos y las palabras, la verdadera transformación estaba ocurriendo en silencio, dentro de cada uno. Ese beso no había sido un accidente ni un capricho momentáneo; había sido la manifestación de algo que llevaba tiempo gestándose y que, tarde o temprano, iba a reclamar su lugar.

Y aunque ambos se decían que podían controlarlo, en el fondo sabían que estaban mintiendo. Porque había cosas que, una vez puestas en marcha, ya no podían detenerse.

 

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