En el corazón de París

En el corazón de París, cuando el sol comienza a declinar y la luz dorada acaricia las hojas de los plátanos centenarios, los Jardines de los Campos Elíseos se transforman en un lugar suspendido entre el tiempo y la memoria.

Caminaba por las alamedas cubiertas de sombras suaves, donde el murmullo de las fuentes se mezclaba con el crujir de la grava bajo mis pasos. A lo lejos, el Arco del Triunfo se alzaba como un centinela de piedra, y más allá, el Sena seguía su curso con la paciencia de los ríos viejos.

Esa tarde, entre los macizos de flores perfectamente ordenadas y las esculturas silenciosas que parecían escuchar más de lo que mostraban, encontré un banco vacío. Me senté. Frente a mí, una anciana alimentaba a las palomas con pan duro que sacaba de una bolsa de tela. A su lado, un niño la observaba como si aquello fuera un ritual sagrado, de esos que solo comprenden los que aún creen en la magia.

Un poco más allá, dos jóvenes se recitaban versos en voz baja. Ella sostenía un libro de Rimbaud, él fumaba con la torpeza de quien no fuma por costumbre, sino por acompañar. Se reían sin hacer ruido, como si no quisieran romper la armonía invisible que envolvía el jardín.

El tiempo pasaba sin prisa. París, en esos momentos, parecía no ser una ciudad, sino una idea: el amor, la nostalgia, la belleza… todo contenido en un par de hectáreas verdes entre la Place de la Concorde y el Arco del Triunfo.

Cuando me levanté para irme, noté que alguien había dejado un poema escrito en una servilleta, escondido bajo el  banco de madera:

“Si alguna vez olvido quién fui, búscame en los jardines de los Campos Elíseos, donde aún florecen los días que no viví.”

Sonreí. Lo guardé en mi bolsillo como quien guarda un secreto.

Y me perdí, una vez más, entre los árboles, dejando que París me olvidara lentamente, como hace con todos los que alguna vez la amaron en silencio.