Bajo los arces (primera parte)

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(Primera parte)

Gustavo cumplió su parte y se sentó frente a nosotros sobre la hierba semiseca bajo los arces. Luisa había ganado la partida y exigía su premio. Su premio era yo; es decir, un beso mío, un beso real, de pasión sexual: un beso ardiente.

Yo miré y miré a Gustavo. Éste cabeceó y dijo «Adelante, adelante, ella es la triunfadora y tiene derecho». Yo no estaba tan seguro, pero él dijo que aquello era parte del juego, y si él participaba como espectador, es que no tenía objeción.

Luisa se tumbó en la hierba verde y húmeda, a pesar de su vestido blanco con un lazo grande y rizado a la altura del abdomen. Me hizo un gesto con el dedo índice. Miré por última vez a Gustavo, que me hizo una indicación afirmativa entornando los ojos.

Me arrodillé frente a ella. Luisa estiró los brazos y tomándome del cuello me hizo caer de bruces sobre ella. Sus ojos chispeaban. Nunca había visto a Luisa como una mujer, es decir como mujer, sino como una amiga que era y, a la vez, la mujer de mi amigo Gustavo. Luisa era mayor que él. Tenía algunas canas que no se esforzaba en disimular y era regordeta. Sus labios eran carnosos y grandes, como sus ojos marrones con un cerquito azul indefinible.

Abrió sus labios y yo los míos sobre su boca. Tomó mis labios entre su lengua y el labio superior y se apoderó suavemente de ellos. Su lengua recorría mi lengua, mi paladar, mis encías... todo el interior. La humedad iba inundando mi boca, mis dientes y sentí su sabor. Abrí los ojos y vi su mirada encendida. Hacía girar su cabeza a medida que atornillaba con movimientos verticales y horizontales nuestras bocas respectivas. Como Gustavo estaba a mi espalda no podía ver su reacción.

Luisa emitía un suave gorjeo y restregaba su pecho contra el mío. Me tenía cogido por la cintura. Noté cómo sus piernas se abrían bajo el vestido y sus muslos de frotaban contra mis piernas rígidas.

Conseguí separarme y me arrodillé. Luisa sonreía con un sesgo de picardía y reto a la vez. «¿Ya está?...», preguntó. Me volví hacia a Gustavo que seguía impertérrito sentado y observando la escena. «Tienes que cumplir», me dijo. «Pero...», arguí. «Es el juego. Son las reglas. Yo también juego en mi papel», repuso. «Ven —dijo Luisa con ambos brazos estirados—. ¿No ves que a él también le gusta?».

Volví a su lado y me tumbé en la hierba. Luisa se colocó sobre mí y nuevamente me besó, comiéndome los labios e introduciéndose en mi boca como ninguna mujer lo había hecho nunca. Inmediatamente su saliva me llenó la boca y me dejé ir. Me apoderé de su boca con salacidad, sin tener en cuenta que su marido estaba contemplando la escena. Mordisqueé su lengua, chupé su paladar, succioné la burbujeante y cálida saliva. Mi sexo se puso rígido, noté su virilidad, su endurecimiento. Sabía que ella lo notaría y eso aún me llevó a incrementar el deseo. Después de todo, Luisa era una mujer bella y desprendía una sexualidad particular.

Llevé mis manos a su culo y lo apreté. Los grueso cachetes no estaban, como había presentido, blandos: eran dos perfectas esferas duras. Ella abrió los muslos dejando vía libre a mis caricias. Una mano nerviosa alcanzó mi entrepierna y prendió el cilindro duro de mi verga. Se incorporó ligeramente con una sonrisa lasciva y se repasó con la lengua los labios goteantes de nuestras salivas. Se quedó mirándome fijamente. Puse la mano en sus senos y los acaricié. Aquellas grandes mamellas tenían dos enormes y gruesos pezones, tiesos como si fueran de madera. Los acaricié por fuera del vestido. Luisa gimió y yo introduje mi mano por dentro, apretando las duras bolas y jugando con ellas, manoseando la rugosidad de las aréolas. Luisa se separó y se sentó a mi lado. Hice lo propio y nos quedamos de frente a Gustavo.

«Podéis seguir —dijo— Disfruto tanto como vosotros, creedme». Estaba sonriendo y señaló al bulto que se dibujaba bajo la bragueta de sus jeans. Verdaderamente yo estaba algo asustado. No alcanzaba a entender con claridad. No sabía dónde estaban los límites, y cuando comenzamos el juego no esperaba que siguiera por estos derroteros. Sin duda, ellos sí. Lo tenían todo planificado. Me dije que debía ser parte de un pacto de pareja y que, efectivamente, Gustavo disfrutaba tanto como Luisa. ¿También tendría Gustavo su contrapartida en otras ocasiones? Lo di por supuesto. Yo no podía hacer imaginado antes que su relación incluyera está cláusula de sexo abierto. Como fuera, yo estaba fascinado por la fiebre sexual. Deseaba el cuerpo de Luisa y realmente no me importaba que Gustavo hiciera el papel de mirón de nuestro juego; si le placía que me follara a su mujer delante de él, tanto mejor. De repente pensé que en verdad era Luisa quien me estaba follando a mí y que los dos estaban jugando "su" juego conmigo, como un conejillo de Indias que les proporcionaba un placer intenso.

La casa de ellos estaba en medio de un paraje solitario al pie de la ladera. No había otras viviendas en varios cientos de metros. En medio había una poco transitada carretera y tanto delante como detrás unos extensos prados verde claro donde pastaban vacas frisonas.

Luisa comenzó la parte dos: se quitó el vestido, el sujetador y la braga. Sus dos grandes bolas con los pezones gigantes, erectos, tenían una hermosura especial. No tenía ni un pelo en el monte de Venus. Estaba sentada directamente sobre la hierba húmeda. Sus muslos estaban cerrados y se tumbó a lo largo, a un par de metros de Gustavo. Me acerqué.

«Vamos —dijo Luisa—, vamos..., desnúdate…  ¿o no quieres seguir?» Me quité la ropa y cuando me senté tenía la polla con una erección bestial. Luisa la miró con detenimiento hasta que se decidió a cogerla con ambas manos. De reojo miré a Gustavo. Se había desabrochado el pantalón y tenía sacada la verga. Era gruesa y muy colorada. Luisa jugaba con la mía. Me toqueteaba los huevos y subía y bajaba el prepucio. Se dio la vuelta y me mostró su culo. En medio, su raja estaba brillante de fluido sexual. Se abrió el coño y me dijo: «¿No quieres joderlo?... Está hambriento»


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