EN CASA DEL JOYERO

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Me apeteció comprarle una joya a mi esposa por nuestro treinta aniversario y recordé que un antiguo compañero de colegio tenía un establecimiento de joyería, heredado de su padre. Salió de la trastienda cuando entré en su negocio, tardó unos segundos en reconocerme y mostró mucha alegría al recordarme. 

"En realidad, no has cambiado", me dijo.

"Tú tampoco", le dije en correspondencia.

No nos veíamos desde hacía mucho tiempo. Seguía siendo muy bajo de estatura, dientes de conejo y algo cabezón. Le dije el motivo de mi visita y me hizo pasar a la trastienda. Había un empleado arreglando unos relojes y le dijo que saliera a la tienda por si entraba algún cliente. Sobre una amplia mesa colocó joyas de distintos diseños para que eligiera la que me gustara más.

"Por el pago no te preocupes", me dijo.

Me demoré un buen rato en elegir. Me invitó a sentarme y me preguntó si quería beber un licor. Le dije que no. Él se sirvió una copa de orujo.

"¿No recuerdas lo bien que lo pasamos cuando jugábamos?", me preguntó.

Lo cierto es que lo había olvidado. Fue un par de veces en su casa, en ausencia de sus padres, me refrescó la cabeza.

"Jugamos a prendas y siempre te tocaba a ti, tenía un truco para que siempre pagaras tú", reconoció.

Me acordé entonces perfectamente. La primera vez tuve que desnudarme y andar por un amplio salón a cuatro patas, no pude evitar excitarme. Él se excitó más que yo, pues se bajó los pantalones y se masturbó delante de mí, arrojándome a la cara su semen. La segunda vez, desnudo también, me mandó que me apoyara sobre una mesa, con el pecho encima de ella y las piernas abiertas. Untó con crema de su madre un pepino y poco a poco me lo fue metiendo por el ano. Lo metió y lo sacó con fuerza progresiva, haciéndome disfrutar y le oí gemir de placer. Esa vez se corrió con los pantalones puestos. Ya no volví más a su casa.

"Dicen que se come por los ojos, pero ese día tú comiste por el culo", me comentó riéndose.


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