El más grande mago del reino, con el ceño arrugado por la concentración, y absorto en una cuestión que lo torturaba en los últimos tiempos —aunque aparentemente baladí—, se ajustó con firmeza el cinturón de cuero que sujetaba su largo y grueso manto gris de lana. Salió al exterior a través de la angosta abertura de la gruta que utilizaba de morada. La entrada, apenas más alta que un hombre, estaba disimulada entre la maleza y las rocas.
"Después de todo, ¿cuál es la magia más poderosa?", se preguntaba sin cesar. Distraído, acariciaba con sus dedos huesudos la empuñadura de su báculo de ébano. Los pliegues de sus ropajes se arremolinaron alrededor de sus piernas al recibir el viento frío y cortante que descendía de las cumbres nevadas.
Pensativo, centrado en su inquietud, se echó la capucha sobre sus níveos cabellos. Ocultó así su rostro curtido y sabio, surcado por los relieves que, a modo de cincel, los años habían tallado en su piel.
Ensimismado, contempló con la mirada perdida cómo el sol se escondía lentamente tras los recortados picos de la cordillera. Este desplegaba sobre el lienzo azul desteñido del cielo un abanico festoneado de intensos colores cálidos: grises, ocres, rojizos y púrpuras. Jirones de nubes algodonosas se deslizaban con elegancia por el firmamento, bañadas a su vez por la luz crepuscular.
Al mismo tiempo, el fulgurante ocaso perfilaba la frondosa copa de un roble cercano, entre cuyas entreveradas ramas se veía un nido donde un águila majestuosa alimentaba a sus polluelos. Todo ello componía una delicada y deslumbrante obra pictórica.
"No hay en el mundo magia más poderosa que esta". Comprendió en ese instante, en una epifanía reveladora que lo sacudió por dentro, conmovido por la magnificencia de la naturaleza.
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