El sol se deshizo en semicírculos ocres, rosados, broncíneos; y terminó por ser devorado franja a franja por los riscos de Gilmore West, en occidente.
Con un gran suspiro él terminó de gozarla. Sólo un momento cerró los ojos y se destensó. Estaba sobre ella y sus cuerpos estaban sujetos por los hilos de la pasión reciente. Cuando los abrió observó el brillo amargo de la tristeza en los de ella, verde profundo, como los fondos de los que había emergido. Ella se dio la vuelta con la agilidad del ser marino que era.
Sus cabellos rubios cayeron sobre el pecho de él. Su cuerpo se hundió bajo el de ella. Sus piernas trataron de asirse al huso escamoso y brillante de ella, pero su cola, veloz como una anguila las separó. Los largos mechones lisos se abrieron como dos brazos poderosos en torno al cuello de él; los otros brazos, los que terminaban en seis dedos de cinco falanges palmeadas, se aferraron al nudo del cabello, que como un lazo formaron una cadena irrompible en torno al cuello.
Cuando cesaron los movimientos espasmódicos del hombre joven, ella lo dejó flotar y lo tomó en su pecho, entre los hermosos pechos, en aquellos pechos blancos, de pezones intensamente rosados, y lo arrastró nadando hacia la orilla.
Allí lo depositó con suavidad. Los ojos estaban abiertos, aunque únicamente buscaban respuestas en el cielo que empezaba a oscurecerse; la bella boca de labios abiertos esperaban un amanecer de besos en tierra firme.
Los ojos de ella repasaron los pómulos, la barbilla del joven, las dilatadas aletas nasales. Acarició los cortos cabellos perlados de agua salada, y regresó con dos agiles movimientos de la amplia cola hacia las lenguas burbujeantes.
Antes de sumergirse, volvió sus estrechos ojos esmeralda hacia el disco radiante de la Luna, olvidando las imposibilidades y los secretos milenarios.
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