¡Ay, la vieja Roma...!

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Naturalmente, la Historia no se repite nunca, por más que haya visiones místicas que así lo piensen, así se tranquilicen la conciencia..., o así lo quisieran.


Lo que sí se puede es contemplar los aspectos coincidentes en diferentes etapas del acontecer del desarrollo de las civilizaciones de la humanidad, establecer comparaciones (viendo todas las diferencias concretas), estudiar todo el marco en que dichos aspectos condujeron a determinadas situaciones y sacar conclusiones y aprendizajes.


Puesto que la base sobre la que se vienen construyendo los pilares de la sociedad mercantil actual, desde la Antigüedad (no en tiempos más remotos e iniciales de las comunidades humanas), están constituidos por la existencia y reproducción de la propiedad privada y el patriarcalismo, se pueden establecer paralelismos y disimetrías, con el fin de evitar las nefastas consecuencias de esos aspectos concretos.


Enfoquemos un fotograma de las secuencias que compusieron la realidad de la película de la sociedad romana antigua en un fragmento de su existencia.


El patricio y general Marco Licinio Craso llegó a ser el hombre más rico de Roma merced a condiciones que le permitieron acumular una ingente riqueza. Las condiciones fueron las generadas por la guerra social de la época de los Gracos y la posterior Primera guerra civil entre las dos poderosas facciones políticas, la senatorial conservadora y la popular, que se enfrentaron como consecuencia de la dominación romana del Mediterráneo y la conquista colonizadora de las tierras cercanas, una vez destruido el poder de Cartago. En esa cruel y prolongada guerra militar y política (la política es la expresión de la economía por otros medios, parafraseando al teórico militar prusiano von Clausewitz) aparecieron los más odiosos rasgos que puede generar el ansia de poder y el criminal afán insaciable de la codicia humana.


Craso, como el dictador Sila y otros, no dudó en utilizar todos los resortes de la Lex romana en su beneficio personal y continuar su acumulación de caudales con el saqueo de los pueblos vencidos, la apropiación de los rivales políticos asesinados y la ruina de los ciudadanos libres de la República.


Una de las maneras en que Craso llegó a convertirse en un plutócrata fue la adquisición de bienes inmuebles, en subasta pública sobre las propiedades confiscadas con pretextos políticos.


Otra forma de quedarse con las casas de la gran urbe fue la fundación de un cuerpo privado de bomberos, que acudía para apagar los apartamentos incendiados y, después, adquirirlos a sus infortunados legítimos propietarios a precio de ganga o el suelo devastado por las llamas.


Como se puede observar esto constituye un temprano ejemplo de "liberalismo" económico, que ocupa el lugar de un servicio público esencial en una gran urbe como era ya la Roma de sus días. Hoy tenemos múltiples ejemplos de esta actividad privada parasitaria. E igualmente se puede decir de la forma de actuar de los partidos populistas y de los caudillos demagogos y sus adláteres, quienes hace menos de cien años se apoderaron a título personal, con manejos corruptos, sobre leyes confiscatorias ad hoc o reutilizadas por las castas dirigentes (Italia, Alemania o España) para enriquecerse, sin vacilar a la hora de utilizar tribunales militares de excepción, con condenas sobre personas inocentes o para saldar viejas rivalidades y venganzas exclusivamente personales, sobre las que enriquecieron sus patrimonios o los crearon de la nada.


De Roma, como en otros viejos imperios o ciudades comerciales mediterránes de las edades antiguas, podemos contemplar como en un espejo ejemplos de hechos históricos que guardan ciertas similitudes con las realidades nuevas de nuestra época. ¿No deberíamos aprender de ellos para soslayar los peligros de repetir algunos rasgos de los tristes episodios del pasado? Porque el pueblo de la vieja Roma de patricios y plebeyos, de hombres libres y esclavos, de esclavitud disimulada de las mujeres y diferencias entre ciudadanos y extranjeros, hubo de escuchar una vez la voz tonante de Brenno, cuando los galos conquistaron la ciudad: Vae Victis!, para después oírla repetida cínicamente por una escasa minoría de aristócratas de su mismo origen étnico.


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