CAPÍTULO I
Quizá esta sea la última vez que sepas de mí. Quizá estas sean mis últimas palabras.
Y no porque vaya a morir, sino porque se me agotaron las palabras.
Algo dentro de mí murió aquel día.
¿Me maté yo, o me mataste tú?
Eso ya no importa.
Lo único cierto es que estoy aquí, escribiendo con un cigarrillo en la mano.
Escribir una carta a puño y letra, en esta época, parece no tener ningún valor. Ningún significado.
Nadie escribe ya con el alma.
Nadie tiembla al sostener un bolígrafo.
La poesía se ha convertido en solo una palabra, y no en algo que se siente, que se vive, que se escribe.
A veces me pregunto cómo poner en palabras lo que siente el corazón;
cómo explicar lo inexplicable, si no es a través de la poesía.
La vida está llena de misterios sin nombre, de historias que nadie sabe cómo comenzaron ni por qué terminaron.
Esta es una de ellas.
La historia de un hombre, de un loco… y de una mujer. Una dama hermosa.
Dos personas. Dos vidas que convergen en una gran historia.
Una de esas que uno ve en películas o escucha en canciones.
Esta es mi versión. La versión del loco.
Un loco, sí… aunque ni yo sé con certeza qué tipo de locura cargo encima.
¿Ustedes creen que existen locos buenos?
Yo siempre quise creerlo. Siempre dije que era uno de ellos: un loco de los buenos.
Pero ahora, después de tantas cosas, lo dudo.
Dudo de mí.
Dudo de ser alguien bueno.
Tal vez el daño que uno causa no se justifica con buenas intenciones.
Aunque eso lo juzgarán ustedes, al final de esta historia.
Hay personas que caminan por la vida sin red, sin pensar en las consecuencias, avanzando sobre una cuerda floja.
Otras se lanzan desde lo alto, colgando apenas de una cuerda, como si en el abismo encontraran sentido.
¿Qué buscan esas personas?
¿Por qué lo hacen, si saben que algo puede salir mal?
Muy a mi pesar, tengo que confesarlo: yo soy de ese tipo de personas.
He caído varias veces, y esta vez no fue la excepción.
Salté al vacío… pero no salté solo.
Ella saltó conmigo.
Yo salté movido por mi propia locura, por esa costumbre mía de creer que hago lo correcto cuando, en realidad, me equivoco.
Pero ¿y ella?
¿Por qué lo hizo?
¿Saltó por fe, por locura ajena, o simplemente porque creyó en mí?
¿Pensó acaso que la cuerda —esa frágil cuerda llamada amistad— podría soportar el peso de dos almas cayendo al mismo tiempo?
¿Cómo una mujer tan cuerda pudo dejarse llevar por este loco?
Tengo varias teorías, pero quizá sea ella quien debería contar esa parte de la historia.
Y si algún día les dice que todo fue mi culpa, que todo es un invento mío, que nada de lo que aquí les cuento sucedió…. por favor, créanle. Quizá tenga toda la razón.
Ya dije que algo en mí murió aquel día. Y así fue.
El impacto fue muy fuerte.
No hablo de un daño físico, sino de un dolor en el alma.
Ese dolor que no cura ningún medicamento.
Desde ese estado, aún emocionalmente aturdido, entre alcohol y pastillas para calmar mi mente, decidí contarles por qué lo hice.
Eran los tiempos posteriores al COVID, y aunque no es excusa, todos sabemos que, después de eso, muchos salieron o más cuerdos… o más locos —como fue mi caso.
Cuando la conocí, a primera vista me pareció una mujer común.
Así que no desvié mi atención hacia ella.
Pero con el tiempo, uno va conociendo a las personas.
A pesar de que la conocí con mascarilla, sus ojos hablaban y susurraban algo de su interior.
Y así, sin saber bien si por casualidad o por deseo, la vi más allá de sus ojos, la escuché más allá de su voz.
Me perdí tantas veces en su mirada, que luego me costaba hallar el camino de regreso a mí mismo.
¿Y cómo no mirarla?
Si su cabello caía como un secreto bien guardado,
siempre del color que ella amaba,
ese que parecía hecho para enredarse en mis dedos.
Sus ojos…
no solo me miraban,
me atravesaban.
Había algo en su mirada que hablaba en un idioma que solo mi alma entendía.
A veces pienso que era un privilegio divino ver lo que nadie más veía en ella.
Sus labios…
no eran labios.
Eran una promesa.
Un conjuro.
El deseo de besarla no era carnal,
era una necesidad de tocar lo más profundo de su ser,
de fundirme con su esencia.
Y esa pequeña alergia en su cuello,
tan fuera de lugar en tanta perfección,
me recordaba que era humana.
Y eso… eso la hacía aún más perfecta.
Sus manos,
tan suaves como el primer suspiro de la noche,
pero con la firmeza de quien ha sabido sostenerse sola.
Sus uñas, siempre de rojo encendido,
como si cada caricia suya tuviera el poder de incendiarme.
Y cuando entraba…
con ese suéter blanco abrazándole la silueta,
y las botas negras marcando cada paso,
no caminaba:
hipnotizaba.
Era un poema sin rima,
una canción sin sonido que igual te hacía temblar.
Ella era amor hecho carne.
Mujer cálida, mujer de casa.
De risas a media tarde y abrazos capaces de curar lo que la razón no alcanza.
Hermosa.
Pero más aún cuando se enojaba,
cuando el enojo le rozaba la voz y yo no podía evitar desearla más.
O cuando se acholaba,
y esa timidez le pintaba un rubor involuntario
que me volvía absolutamente loco.
Tan curiosa,
tan terca,
tan única.
¿Ven lo fácil que es perderse?
Continua......
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