CAPÍTULO II
¿Ven lo fácil que es perderse?
Pasó el tiempo y muchas cosas ocurrieron.
Recuerdo un día que salimos de fiesta. Risas, cervezas y mucho más.
Al final del día, en la puerta de su casa —a la cual la acompañé con toda cortesía— intenté besarla.
Como siempre, sin medir las consecuencias.
Y ahora que lo pienso bien, creo que desde ese momento todo empezó mal.
Después de eso, nos alejamos por un tiempo.
Pero no fue un final. Todo lo contrario: diría que fue el comienzo de muchas cosas que vendrían después.
Nuestra amistad y complicidad fueron creciendo.
Salíamos a tomar unas cervezas de vez en cuando, y esas salidas siempre terminaban en confesiones y en abrazos que nos unían el alma.
Hasta que un día —que recuerdo como si fuera hoy— en una de esas salidas, la besé…
o mejor dicho, nos besamos.
No he podido borrar ese momento de mi cabeza: sus labios, sus hermosos labios.
Desde aquel día, las cosas cambiaron.
La relación se descompuso. Nos distanciamos.
Pero parecía que algo nos volvía a unir.
Me atrevo a decir que siempre existió esa cuerda. Ese hilo invisible que nos mantenía conectados.
Después de todo eso, ya un poco diferentes y con el compromiso de mantener la amistad,
seguimos saliendo de vez en cuando a tomar algo, a compartir problemas, a contarnos lo que nos pasaba.
Porque yo la comprendía.
Y ella me comprendía.
En una de esas salidas, bebimos tanto que nos transportamos a otra vida,
una donde sí podíamos ser felices,
donde sí podíamos estar juntos.
Despertamos abrazados, sin memoria ni conciencia de lo ocurrido.
Me gustaría decir que mis manos y mi boca recorrieron su cuerpo.
Me gustaría decir que estuve dentro de ella.
Pero no puedo hacerlo; porque todo lo que pasó esa noche simplemente no sucedió en esta vida.
Ese fue el último salto que dimos.
El que la frágil cuerda no pudo sostener.
Y por el cual ahora me encuentro aquí.
Ustedes se preguntarán cuál fue el pecado.
¿Qué estuvo mal?
Dos personas que se atraen, ¿qué tiene de malo?
Quizá muchos ya se lo imaginen.
Y algunos incluso se pregunten:
¿Cómo puede una mujer con las características que describí andar sola por el mundo?
Y sí...
Ella no está sola, al menos no en los papeles.
Tiene a alguien que le sostiene la mano,
pero quizá en ese momento no lo hizo con la fuerza suficiente para evitar que saltara conmigo.
Y aunque no lo crean, yo también tengo a alguien.
Alguien que, en medio de mi locura, me brinda momentos de paz…
pero también episodios de delirio.
Por eso, con frecuencia, busco escapar de mi realidad.
Me he equivocado tanto en esta vida.
He hecho daño a personas que me quieren.
Y aun así, ustedes me ven bien.
Hasta me ven reír.
Y andar por la vida como si nada.
Pero esa sensación —la de saber que no soy tan bueno como creía—
no me deja tranquilo.
Mis ojos se empañan, como un cielo que presagia tormenta,
y mis pensamientos se pierden, como una noche envuelta en niebla.
Esta historia termina como empezó:
con un cigarrillo en la mano
y la mirada perdida.
Pido perdón.
No para limpiar culpas,
sino para aceptar que fallé;
que salté sin medir las consecuencias;
que quise sin permiso.
Sé que ya no me miras como antes, y no espero que vuelvas a hacerlo.
Pero si alguna vez tus ojos vuelven a buscar los míos,
aquí estaré,
en el mismo lugar donde nos perdimos:
entre el humo y el silencio que dejamos atrás.
Y si la vida, con su ironía, me diera otra oportunidad,
volvería a hacerlo todo igual.
Saltaría otra vez contigo,
aunque supiera que la cuerda volvería a romperse.
Porque hay locuras que uno elige repetir,
aunque duelan,
aunque destruyan.
Porque a veces, vivir no es más que eso:
saltar al vacío y aceptar la caída.
FIN.
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