Marcela y el odio

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     Marcela camina despacio por la acera de la gran avenida. Borrosas las figuras de los transeúntes de ambos géneros, sólo le queda centrar sus ojos en el interior; en SU interior. 
El hastío la domina hoy. Esa angustia interior la aboca a la rutina de lo cotidiano, a la ruina interior y la infelicidad que hoy no puede soportar. Ha de terminar por sincerarse consigo misma del todo, venciendo la barrera de la moralidad, si quiere evitar la bajeza espiritual de mentirse a sí misma, de cubrirse con un velo hipócrita. Eso sería lo que ocurriría, si continuase reprendiéndose a sí misma cada vez que le viene a la lengua una frase, cuando piensa en su pareja, en David: «Lo odio». Esa es la frase exacta que ella reprime una y otra vez cuando se llena de la bilis del desamor en compañía. 
¿Y por qué Marcela se flagela al ver que inconscientemente aparece la palabra (odio) en su cabeza? Porque Marcela llega a morderse la lengua y apretar las mandíbulas cuando "la palabra" (odio) va asociada a la figura de David. La presión de lo aprendido la  lleva a reprimirse; la tradicional oposición conceptual entre amor y odio, esa fijación cultural es una barrera que acentua su dolor y su soledad, incrementa su desolación interior, la lleva a un callejón sin salida. 
Marcela es infeliz en su vida con David. E  "infelicidad» es sinónimo de infelicidad "sexual". 
Marcela no acepta ya escamotear la realidad. Marcela está harta de soñar con otras relaciones sexuales, gozar con otros cuerpos, que otros cuerpos la hagan sentir y la conduzcan a un placentero orgasmo. Lo desea y ese deseo la hace hervir por dentro..., y por fuera. 
Marcela no rechazaría una ocasión y de acostarse con otro hombre, incluso ha fantaseado (habitualmente) con sexo sáfico (lo ha hecho con Katrina, la empleada del súper; también con Ana, la profesora de Raúl) y sin que David lo sepa; porque David es incapaz de entender que la masturbación es parte de la vida sexual normal. Marcela ha tenido orgasmos consigo misma, pensando en los besos de Ana y las caricias que se ve prodigando a Katrina; o con hombres jóvenes de alguna serie de ficción, hasta con Jorge Aguado, el compañero de la sección de Recálculo del departamento de abajo, en la oficina. 
La razón se abre paso con dificultad, como un explorador en una selva tropical. Siente amor por David. A veces, cuanto más insatisfecha está con él más parece dirigirle frases cariñosas y tiernas; pero su mundo interior, hirviéndole, se hace más fuerte cada día y su sexo espaciado y rutinario con David encuentra una compensación en su vida sexual oculta, en las visiones lúbricas, en las palabras soeces (eso diría su madre) con que acompaña las imágenes carnales sin límite que la conducen al clamor de su interior marino. 
No hay culpables. Las cosas han ido poco a poco llevando su relación con David al páramo frío y desnudo del día a día. Sólo cuando su insatisfacción la asfixia, como esta mañana de octubre, la maldita palabra (odio) se adueña de su mente y no se deja espantar por la otra palabra (amor) que le enseñaron a oponer, como el calor al frío o el día a la noche, para hacerla sentir mal. 
¿Y David sentirá lo mismo que ella? ¿Evitará el sexo nocturno a fuerza de horas vacías de televisión, como hace ella, los dos en el sofá después de la cena? ¿Se verá incapaz de hablar sin tabúes de sus necesidades sexuales, como hace Marcela? ¿Tendrá deseos que satisfará pensando en Luisa, su compañera en el trabajo? ¿Se masturbará en la ducha? 
Marcela cruza la calle, hacia la plaza donde las palomas pasean con sus pasos bobalicones e imprecisos y vuelve a morder con fuerza su lengua. «Odio», repiten sus sienes firmes y observa a una pareja cogida de la mano, besándose ritualmente. «Para toda la vida», así la enseñaron a ensamblar la frase con la palabra amor, aunque ella con mirada torva la une como en un scrabble al vocablo (odio). 


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