10 años. Verano. Gavá. La tarde arremete con furor contra las grandes baldosas a rombos de desgastado color granate. La plazoleta, como es natural, está vacía, salvo el banco verde recién barnizado, donde unos resistentes arbolillos se dejan mansamente besar por los rayos del sol de agosto en el Mediterráneo.
Ella tiene la tez delicadamente pálida y los cabellos castaños claro, tan claro que cuando mueve la cabeza el sol los convierte en haces rubios destellantes. Es alta, más mayor que él; sus labios redondeados se aprietan uno contra otro. Conversa con su amiga (¿cuál era su nombre?, ¿cómo se llamaba..., tal vez Pilar..?). Él no puede alejar su mirada de la figura de ella. Explora su rostro, sus hombros, su cabello, los pliegues de su vestido claro, su bolso con cadena. Ella, Marga, detiene sus ojos en él, pero casi sin reparar en su presencia. Hay otros chicos también; él no los recuerda, apenas unas desdibujadas figuras ruidosas a su lado. También hay otra chica, feucha; ésta si se interesa por él, pero la atención de él es ahora y desde hace meses, fija (tímidamente, es verdad; calladamente, es cierto) en Marga.
Escucha cada palabra de ella; a veces no puede entender el significado de sus palabras, pero ese arcano otorga mayor sensualidad a Marga.
Están esperando la llegada del tren, un poco más allá del conjunto de tres bancos esquinados, bajo el arco blanco circundado de ladrillos imperfectos, con su entrada enjuta y sucia.
La mezcla de desazón y esperanza da lugar a una melancolía que el chico ha identificado con la palabra amor: la palabra de las novelas y las películas en la televisión. No es una sensación bonita, sino una ola que le impide respirar sin esfuerzo, opresiva y desencantada. En realidad, no sabe lo que siente; lo que le causa esa tristeza incalificable y dobla sus hombros sobre su pecho delgado. Pero sí sabe lo que quisiera. Tener a Marga apretada contra sí, oler sus cabellos, notar el calor de su cuerpo, la expiración de su aliento, sus ojos tan cerca que pudiera fundirse con ellos, y cerrar los ojos dejándose morir por los minutos quietos.
Él suspira infantilmente y se mira los pies colgando del banco de madera. Un pitido se oye a lo lejos. Marga y sus amigas se levantan y se despiden entre sí; luego con los chicos, que han ido a acompañarlas por petición de sus padres, que ahora siguen en la sobremesa, con sus chabacanerias ofensivas respecto a las mujeres, fumando y bebiendo con ojos ya turbios; las madres en la cocina de la casa, cuchicheando amarguras y quejas, desamparos, heridas, desprecios y sumisiones desperdigadas en cuartos a oscuras, olor a sudor, barbas a medio afeitar, almohadas húmedas y sábanas calientes bajo cuerpos fríos e inertes.
Marga atraviesa el arco de yeso descascarillado. Su vestido caracolea con sus pasos enérgicos. En eso... se gira un momento y le mira; le mira a él, encogido de soledad y huérfano de besos.
No la recordará en muchos años y, a pesar de ello, le sigue embargando un cosquilleo doloroso (el mismo de aquella tarde en verano, en la estación de Gavá, y sus diez años suplicando un abrazo y los brazos desnudos de Marga en torno a sí.
(Historias de la calle Córcega)
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