UN RASGO DEL COMPORTAMIENTO EGOÍSTA
Por Eunoia
Enviado el 06/11/2025, clasificado en Reflexiones
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Existen palabras que adquieren socialmente un carácter nefando y que rechazamos casi se podría decir "instintivamente". En algunos casos, esos vocablos vienen teñidos de una mala fama como comportamientos considerados rechazables. Ese carácter particular viene dado no siempre por razones sanas, sino que puede deberse a un afán inconscientemente hipócrita.
Egoísmo y egoísta, son utilizados como sustantivo y adjetivo que suenan mal a nuestros oídos "emocionales"; los rechazamos y a la vez nos inquietan.
En un artículo, en que el psicoanalista austríaco Bruno Bettelheim revela el camino que le condujo a convertirse en terapeuta, especializado en el estudio y curación de graves enfermedades mentales infantiles, encontramos un ejemplo de comportamiento egoista, que aparece como su contrario, como emoción humanitaria y altruista.
Relata Bettelheim un encuentro en una consulta psicoanalítica con un niño que seguía un tratamiento. Pasados dos años de terapia, observando el nulo avance en el comportamiento del menor, le interpeló directamente. La respuesta del niño es aquí indiferente; lo importante fue la posterior iluminación, que produjo el suceso sobre el futuro psicoanalista vienés acerca de nuestro comportamiento humano: descubrió, profundizando en su mente, que en realidad no es que su pregunta fuese hecha por el interés en la sanación psicológica del chico; sino que en su interior albergaba dudas respecto a la efectividad del método psicoanalítico de tratamiento de los desarreglos psíquicos.
El joven Bettelheim comprendió después que había instrumentalizado al niño para justificar sus dudas sobre su propio proceso psicoanalítico, con el fin de tomar una posible decisión personal de abandonarlo. Su consideración acerca de aquel hecho, generó en Bruno Bettelheim un sentimiento de culpa: "en realidad —escribe— intentaba egoístamente utilizarle para resolver uno de mis acuciantes problemas".
Esta experiencia que Bettelheim confiesa, hace que podamos profundizar objetivamente, sin ambages justificativos, en nuestros auténticos comportamientos inconscientes. Y demuestra cómo el sentimiento de culpabilidad en el que se nos educa, nos lleva a esconder en lo más profundo de nuestra psique las verdaderas causas de nuestra forma de actuar.
Los seres humanos tratamos siempre de "justificar" la totalidad de nuestros actos, y así nos vemos obligados a embellecer las raíces profundas de lo que hacemos y su porqué.
De lo que se trata es de entendernos a nosotros y nosotras mismas sin tener que recurrir a los artificios justificativos, que en realidad nos protegen de los peligrosos ataques a nuestro narcisismo y orgullo, al precio de obstaculizar el reconocimiento de nuestro yo real. Ese yo real es una construcción, en gran medida, elaborada por el entorno social y las imperceptibles, pero indelebles, enseñanzas que aprendemos en la infancia y nos inculcan en el hogar familiar.
Ser felices pasa obligatoriamente por entendernos plenamente, aceptarnos como somos, sin lo cual no podremos modificar nuestra forma de actuar, y encontrar las razones de los rasgos socialmente desagradables de nuestro comportamiento, sin el parapeto inconsciente, ni las fantasías ocultas en la matriz con que nos implanta una educación instrumentalizada.
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