A Clemente Couselo nada lo hacía más feliz que asistir a un evento social por el solo hecho
de saludar a los presentes y retirarse. El hombre organizaba tertulias con la única intención
de ausentarse una vez comenzadas. Incluso, solía proyectar dos o más reuniones casi al
mismo tiempo en diversos sitios, solamente para consumar su extraña rutina: llegar a un
lugar nada más que para irse.
Las reuniones familiares y sociales lo aburrían. Pero estaba dispuesto a soportar
estoicamente cualquier desafío con tal de regocijarse con el momento de la retirada. Decía
tener una vida social intensa, pero sus allegados apenas conocían de su boca unas pocas
palabras, entre ellas, ‘hola’ y ‘adiós’. Concurría gustoso a las ceremonias religiosas de los
casamientos, aunque la mayoría de las veces se ausentaba, incluso antes de que llegasen
los novios. En los hospitales se despedía hasta de los pacientes que jamás había visto.
Puntilloso y gentil, con su clásico morral y el teléfono celular en la mano, era capaz de
recorrer largas distancias para asistir a una velada en la que no se demoraría más de diez
minutos. En algunos eventos puntuales que lo tenían como invitado apenas si saludaba en
la puerta a los presentes.
Las despedidas de fin de año eran sus preferidas: partía a las nueve de la noche para
concluir recién a las seis de la mañana, tiempo en el que dedicaba la visita a todos los
amigos a quienes sólo conocía de haberlos saludado alguna vez.
Harta de sentir que su marido visitaba su propia casa, la mujer de Clemente lo abandonó
días después de haberse casado.
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