Camila Candace, bruja
Por EcosDeTintaYBruma
Enviado el 09/11/2025, clasificado en Fantasía
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Camila Candace era una bruja. Apareció un día, y sin explicaciones se instaló en una cabaña abandonada en las afueras del pueblo. Esta historia se sitúa a primeros del siglo pasado. En esa época, los médicos eran escasos y caros, y ella conocía remedios más o menos naturales para casi todo. Con el tiempo los lugareños se hicieron a ella y como nadie sabía su nombre, se la apodó como “la Curandera”.
De largo pelo rojizo y labios carnosos, figura esbelta y de naturaleza fogosa, aceptaba gustosa que los mozos solteros la visitaran asiduamente en su casa y compartía con ellos bebedizos con ingredientes naturales que llevaban más alcohol que hierbas. Lo que ocurría en esa cabaña nunca traspasó sus paredes de piedra.
Hasta que Pablo, uno de los mozos recién salido de la adolescencia, reunió el valor de acercarse a ella. Quizá fue magia, quizá el destino, pero desde entonces él tuvo exclusividad sobre el cuerpo y el corazón de Camila, e igual ella de él, lo que acabó levantando terribles envidias entre sus antiguos amantes.
Cuando parió la Magdalena, la mujer del molinero, el bebé nació con una mancha morada en su pecho con la forma de un mordisco. Algunas gentes supersticiosas culparon a Camila -que había asistido el parto-, de haberlo maldecido y entregado al diablo al nacer. La insultaron, la acusaron de brujería, y la locura colectiva evolucionó al extremo, hasta que una noche ardió su cabaña.
Desde la iglesia sonaron las campanas de alarma. Pablo, al ver dónde estaba el fuego corrió con desesperación al lugar, pero solamente quedaban de la casa tres paredes en pie entre las llamas e impotente, no pudo más que quedarse a contemplar el terrible suceso mientras las lágrimas le ardían en la piel. Al día siguiente, encontraron los huesos de Camila Candace entre las maderas quemadas del techo, junto a un pedazo fundido de su caldero de hierro forjado. Algunos vecinos se acercaban al lugar con morbosidad mal disimulada y sonrisas de satisfacción con la tranquilidad de saber que la Curandera ya no existía.
Ante las súplicas de Pablo, el párroco, en algún tiempo aficionado a los bebedizos de Camila, permitió que los restos del cadáver junto al pedazo de caldero se enterraran en una esquina, al fondo del camposanto, junto a la alta muralla verde de cipreses. Su desolado joven amante costeó una sencilla lápida sin nombre y la visitaba diariamente al caer el atardecer.
Esto ocurrió a finales de verano. Un tiempo después, entrado ya el otoño, quizá a causa de la mala conciencia o del miedo, en el pueblo ocurrieron una cantidad inusual de fallecimientos, la mayoría por infartos fulminantes. Los cadáveres tenían los ojos desorbitados de miedo, como si una aparición maldita hubiera venido a llevárselos dentro de su sueño.
De aquellos que fueron por la mañana a contemplar los estragos del fuego, solo Pablo quedó vivo. Hasta la Noche de Difuntos. Esa fue la última noche en que al joven se le vio con vida. Dicen que se lo cruzaron durante el crepúsculo camino del cementerio, dicen que saltó el murete y se arrodilló murmurando en susurros ante la lápida de Camila donde depositó un anillo de plata negra. Los más atrevidos, dicen que vieron como la Bruja se levantó de su morada de tierra iluminada por los rayos oblicuos del sol, libre de vestiduras, bellísima y en todo su esplendor, y abrazó a un Pablo desmoronado de pena y lo consoló.
Y dicen los que por pura inmovilidad no pudieron marcharse, que después del consuelo se besaron con pasión y se entregaron largamente a un placer oscuro y tumultuoso sobre cada una de aquellas tumbas recientes. Y según le contaron al tío Tomás, su hermano pequeño, después de que ambos exclamaran su último gemido, Pablo y Camila se fundieron en la oscuridad de la sombra de un ciprés, cayó de repente la noche, y todo el pueblo quedó sumergido en un silencio absoluto.
Fue el párroco quién, al día siguiente, descubrió la reciente inscripción en aquella lápida, antes silenciosa, en el fondo del cementerio:
Camila Candace
BRUJA
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