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Su imagen trascendía lo físico. Inerte sobre una helada camilla metálica, su cuerpo aún conservaba restos de sal y arena marina. Algunas algas seguían enredadas en sus cabellos, como si el mar se negara a soltarla del todo. Mientras se los retiraba con delicadeza, susurraba un poema: "Alfonsina, vestida de mar, te vas, Alfonsina, con tu soledad...", como un conjuro suave contra el olvido.
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