Paseo por Venecia

             Paseo por Venecia

 Apoyado en la barandilla de piedra, observaba las góndolas rutinarias rellenas de turistas, como si fueran hamburguesas flotantes. No se acostumbraba a ver cómo aquéllos una ciudad para "poseer". Sus ojos tras las gafas de sol veían y no miraban; era una diferencia substancial.

Tras los surcos, que dejaban las frágiles embarcaciones, después de ellos, delante de ellos, junto a ellos, las aguas tenían un color cenagoso y el olor de los mulaginosos márgenes del canal destruían toda imagen romántica de la ciudad. Los lindos colores distinguían una y otra góndola, mientras los turistas parecían haber salido de una horma. «Es cierto, miran sin ver», se repitió Marcos.

El sol apretaba sobre las cabezas, y la humedad comenzaba a hacer salir transpiración por los poros de todo el cuerpo. Con dificultad, se abrió paso entre la multitud coloreada de rostros iguales, deformados por el ansia apropiatoria de los fugaces instantes, que prontamente se irían difuminado hasta perderse del todo ante el nuevo tropel de nuevas imágenes idealizadas. Marcos suspiró desencantado.

Regresó al protector patio del hotel, entre los rosales, junto a la hermosa yedra, cerca de la fuente donde los inquietos y desconfiados gorriones bebían con la rapidez de una centella, sin dejar de mover sus colas y enfocaban continuamente a la figura sedente que, bajo la enorme sombrilla de color sepia, bebía a sorbos lentos el granizado de limón.

Un nuevo tedioso día que acababa de romper un mensaje del smartphone:

(Un rostro sonriente, un corazón, unos labios, un abrazo: la hilera de emojis que equivalían a cien palabras) Gloría:

Acabo de aterrizar. Voy para el hotel. Te quiero.

Marcos: Mi amor, ¡por fin!

De repente, Venecia adquiría luz, color, calor interior. Marcos sonreía por dentro y por fuera.