FÁBULA DE LOS GATOS ASTUTOS

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Doña gata terminó de limpiarse las garras después de la cena. A su vera, don gato estaba agotado tras la noche de caza.

—Oye —le dijo a su compañera—. Nos estamos haciendo viejos y pronto no podremos perseguir a estos ratones tan jóvenes y esquivos.

—Tienes razón, compañero, pero ¿y qué quieres que hagamos?; a más vida, más mayores. Es la ley de la vida.

Don gato se lamió las garras curvadas y sus ojos se estrecharon hasta quedar en una simple linea muy delgada.

—¿Y si creamos nuestra propia Ley de la Vida?

—¿Y eso?, —preguntó a su vez la señora gata.

—Es muy fácil. Cuando capturemos a uno de esos ratones más gruesos, de esos que pueden correr menos por sus barrigas, le haremos una propuesta que les convendrá. Déjame a mí...

Así, pues, la noche siguiente el señor gato descubrió a un ratón mofletudo, bigotudo, y obeso. Lo arrinconó contra una pared. El corazón fatigado del ratón galopaba como el de una liebre. Viendo cómo el gato se acercaba hacia él, cerró los ojos y se dispuso a morir.

—No temas: vengo a hablarte de un buen negocio, que será tan beneficioso para ti como para mí.

El ratón abrió desmesuradamente los ojos y desconfió; pero, como era un ratón muy listo, que había llegado a lo más alto de la escala social ratonil y había aprendido las artes de la diplomacia y la oratoria, superó su temor y sus reticencias.

—Escucha mi proposición. Voy a respetar tu vida y la de todos los ratones más gruesos de tu comunidad. —El ratón se relajó, colocó sus carnosas manos apoyadas en su redonda barriga, se apoyó en la cola y cabeceó afirmativamente. Don gato prosiguió—:  Para ahorraros sustos y peligros, lo que te propongo es que nos entreguéis cinco de los vuestros cada día...; los que elijáis vosotros mismos, y así respetaremos la vida de todos y de todas las demás. ¿Qué me dices?

—¡Eso no es justo! —replicó el ratón.

—No puede haber trato más justo —repuso el gato—: vosotros, los ratones más gordos estaríais a salvo, porque mandáis en la comunidad.—Miró ladinamente al tembloroso ratón— Piensa que, de esa manera, vosotros y nosotros salimos ganando. Es cierto que nosotros nos ahorraríamos tener que salir a cazar cada noche; pero vosotros podríais merodear y buscar comida sin tener que temer a una muerte segura, un día u otro. ¿No es razonable mi plan? Además —añadió con voz melosa y cuidando que cada sílaba sonara de manera convincente—: así podríais quitaros de encima a los ratones más débiles, que son los más  revoltosos, que os menguan la cantidad de comida y pelean con vosotros por cada grano de cereal y cada pedazo de pan. ¿No es así? Prosperariais como nunca y nada perderiais.

El ratón miraba con pánico las fauces y las garras del gato y empezó a cavilar acerca de sus palabras. Pensó que el pacto tenía sus ventajas; pues, entretanto el clan de los ratones obesos, que tenían mayores dificultades para correr y escapar de la pareja gatuna, por un lado, se asegurarían la tranquilidad a la hora de llenar sus grandes tripas, además de poder apropiarse de más cantidad de granos y otros alimentos; por el otro, podrían utilizar el tiempo de ocio para descubrir, con vistas al futuro, una nueva madriguera, lejos de la amenaza de la familia de gatos. El problema era cómo hacer que los ratones flacos cedieran al acuerdo.

—De acuerdo —afirmó—. Convenceré al Consejo ratonil para sellar este pacto mutuamente ventajoso que nos propones.

El señor gato concretó las cláusulas del arreglo:

—Nos entregaréis a los cinco rehenes en la puerta del cobertizo de los dueños del caserío.

—Y las vidas de todos los miembros de nuestro Consejo ratonil quedarán garantizadas —exigió el orondo ratón.

Así, pues, se cerró el trato.

El gato satisfecho, aunque controlando sus ganas de saborear la pieza que tenía indefensa frente a sus afiladas uñas, dejó marchar al grueso ratón. Éste regresó tan rápido como pudo al agujero de entrada a la madriguera y se apresuró a convocar al directorio del refugio de los ratones.

Como todos ellos eran gruesos y bsrrigudos ratones, comprendieron las ventajas del acuerdo con la pareja gatuna y se mostraron conformes. Pero, ¿cómo harían que los otros ratones, mucho más numerosos, y siempre suspicaces y disconformes a la hora de repartir las viandas, aceptarán un pacto suicida para ellos?

Uno de los roedores más viejos y sagaces, quien se veía más impedido que los demás a la hora de conseguir el alimento diario, hizo una propuesta:

—Hablaremos con la ratas del cubil de la esquina del molino. Repartiremos con ellas el excedente del botín, a cambio de que capturen y entreguen a los flacuchos. ¿Qué os parece?

Todos aplaudieron satisfechos la idea del anciano ratón y así lo hicieron.

Al día siguiente, el ratón que había sellado el acuerdo con el clan de los gatos acordó con las ratas del molino el intercambio de la comida por la comisión de entrega periódica en el caserío de los ratones más esqueléticos, capturados y sujetos por las colas.

De esa manera, los ratones obesos se hicieron más opulentos y se multiplicaron; mientras que los ratones más magros iban desapareciendo día tras día. Los gatos, a su vez, fueron prosperando y se hicieron más acomodaticios, perdieron su vigor, así como su elasticidad natural y su capacidad para cazar; mientras que las ratas también obtuvieron su retribución, que les proporcionaban los ratones por la encomienda.

Transcurrió el tiempo hasta que surgió un problema: ya no quedaron ratones flacos que capturar. A las ratas les costaba cada día más dar caza a los cinco ratones.

Pero también las ratas tenían en su Consejo una muy experimentada, ya muy anciana, que propuso lo siguiente:

—Vereis, el pacto con los ratones ha sido beneficioso para nosotras todo este tiempo. Hemos conseguido más comida; los gatos, que han obtenido sin esfuerzo sus presas también nos han dejado en paz. Nosotras también hemos podido conseguir más alimentos. Ahora tenemos que hacer otra cosa: capturar a los ratones más gordos y entregarlos a los gatos, y todo será para siempre para nosotras.

—¿Y cuando acabemos con todos los ratones? —interrumpió los aplausos y vitores una de las ratas más jóvenes, poco convencida de la estrategia de la rata más mayor.

La más vieja respondió:

—Los gatos tardarán mucho tiempo en volver a adquirir sus hábitos y su capacidad para la caza; mientras tanto, nosotras podremos seguir teniendo una vida tranquila y placentera... Después, ya veremos.

El Consejo de las ratas del cubil tras un receso aceptó en consenso y por gran mayoría la propuesta de la rata vieja. Las ratas viejas seguirían beneficiándose, por el momento, del acuerdo de reparto con los ratones. Las ratas jóvenes observaban a las viejas, más débiles y cansadas que ellas, entrecruzando sus jóvenes sonrisas cómplices y trazando sus propios planes para el futuro.

Tumbados al sol, sobre el tejano de la gran casona, doña gata y don gato se cruzaban pícaras miradas, escuchando  las conversaciones de sus presas, mientras digerían plácidamente el último y cómodo ágape, servido por sus propias presas.
 


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