Mañanas de Deseo
Por Pecado de Seda
Enviado el 23/12/2025, clasificado en Adultos / eróticos
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Me despertó el ruido del grifo del lavabo. Él se estaba afeitando, como cada mañana.
Me levanté de la cama, desnuda, y me acerqué por detrás. Rozaba su espalda con mis senos, y sentí cómo mis pezones se endurecían al contacto con su piel caliente. Él dejó escapar un suspiro que chocó contra mi cuello.
Pasé la punta de mi nariz por la línea de su hombro, despacio, saboreando el momento antes de que él respondiera.
—¿Te gusta que te lo haga así? —susurré contra su oído.
Él solo llevaba puestos sus bóxer negros, esos que tanto me excitaban. Su respiración se volvió más rápida. Dejó de afeitarse y se dio la vuelta; nuestras miradas se encontraron.
Lo abracé fuerte, mis manos bajaron lentamente por su abdomen hasta colarse bajo la tela.
—Mmm… ya estás duro para mí… —le dije, acariciando su pene erecto.
Noté cómo se estremecía un poco bajo mi mano.
Me acerqué un poco más, apoyando la frente en su pecho, respirando su olor a mañana y a espuma de afeitar.
Ese instante lento siempre me encendía casi más que lo siguiente.
Me arrodillé, liberé su deseo con mis manos y lo acerqué a mi mejilla. Lo besé con ternura.
Mi lengua recorrió toda su longitud, saboreando ese pene que era mío. Sus gemidos me llenaban, su cabeza echada hacia atrás, sus manos sujetando mi cabeza. Mi sexo ya estaba húmedo.
Me moví despacio, sin prisa, dejándome guiar por su respiración.
Cada sonido que escapaba de su boca hacía que yo quisiera más, pero todavía prefería saborear ese momento tranquilo, casi silencioso, antes de perderme del todo.
Subí mi boca por su cuerpo, disfrutando de cada curva y cada estremecimiento, hasta encontrar la suya. Nuestras lenguas se enroscaron con hambre.
De un movimiento me levantó y nos unimos con fuerza, sintiendo cada latido y cada roce, dejándonos llevar por el impulso del momento.
Quedamos quietos un instante, respirando agitados, los cuerpos pegados, gimiendo al unísono.
Después comenzamos a movernos lentamente, encontrando nuestro propio ritmo, el vaivén perfecto.
Me aferré a su cuello mientras jadeaba:
—Sí… sí… sí…
El orgasmo nos sacudió a los dos al mismo tiempo, intenso, delicioso. Me besó con ternura.
Me bajó despacio al suelo. Me apoyé de nuevo contra su espalda cálida. Él cogió la cuchilla, me miró por el espejo con esa sonrisa tranquila… y siguió afeitándose.
Volví a la cama con la piel todavía temblando, sintiendo cada eco del momento.
Me quedé entre las sábanas, todavía oliendo a él, a nosotros. El suave rasguido de la cuchilla contra su barba era un sonido hipnótico, un ritmo familiar que me mecía en un estado de satisfacción soñolienta. Lo observé a través del marco de la puerta del baño, su espalda musculosa moviéndose con precisión, las gotas de agua atrapadas en los huecos de sus omóplatos.
Mi mano bajó por mi vientre, los dedos rozando el lugar donde, momentos antes, él había estado. Todavía latía, un eco dulce y profundo. La humedad entre mis muslos era una prueba deliciosa. Sonreí contra la almohada.
Él se enjuagó la cara, se secó con una toalla y luego apareció en el umbral, ya vestido con unos jeans gastados. No se había puesto camisa. Su torso, aún ligeramente húmedo, capturó la luz del amanecer que entraba por la ventana.
—Te vi sonreír —dijo, su voz era grave, cargada de la misma intimidad que acabábamos de compartir.
—Es que estoy contenta —respondí, estirándome como un gato, sin pudor alguno por mi desnudez bajo la sábana ligera. Mis senos se redondearon con el movimiento, y vi cómo sus ojos se oscurecían un poco.
Cruzó la habitación y se sentó en el borde de la cama. Su mano, grande y cálida, posó sobre mi cadera.
—¿Contenta por qué? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
—Por esto. Por las mañanas. Por tenerte aquí, afeitándote, como si el mundo no fuera a desmoronarse. —Le tomé la mano y guié sus dedos hacia mi boca, besando sus nudillos.
Se inclinó y me besó, un beso largo y lento que sabía a menta y a él. —El mundo puede desmoronarse si quiere —murmuró contra mis labios—. Mientras tú estés en esta cama, a mí me basta.
Sonó el timbre de su teléfono, una vibración insistente sobre la cómoda. Él suspiró, rozando su nariz contra la mía antes de levantarse para atenderlo. Era el trabajo. Lo escuché dar instrucciones cortas, su tono cambiando al modo práctico y directo que usaba fuera de estas cuatro paredes.
Mientras hablaba, sus ojos no me abandonaban. Recorrieron mi cuerpo extendido con una posesividad que me hizo estremecer de nuevo. Terminó la llamada y lanzó el teléfono sobre la cama.
—Tengo que irme —dijo, pero no se movió.
—Ya lo sé.
—Esta noche —prometió, su mirada era una orden y una súplica a la vez.
—Esta noche —asentí.
Finalmente, buscó una camiseta negra y se la puso, cubriendo ese torso que tan bien conocía. El ritual me fascinaba. Cada movimiento, desde abrocharse el reloj hasta ponerse las zapatillas, era un acto que había visto cientos de veces y que nunca dejaba de desear.
Se acercó una última vez, metió la mano bajo las sábanas y me pellizcó suavemente un pezón, haciéndome arquearme y soltar un jadeo.
—Para que no me olvides —dijo con una sonrisa pícara.
—Imposible —jadeé.
Y entonces se fue. Escuché la puerta cerrarse, el sonido de su coche arrancando y alejándose. La habitación volvió a quedar en silencio, pero no vacía. Estaba llena del rastro de él, del eco de nuestros gemidos, del calor que aún impregnaba mi piel.
Me levanté, envuelta en la sábana, y fui hasta el baño. El espejo todavía estaba empañado en los bordes. Me acerqué y dibujé con la yema del dedo un pequeño corazón en el vapor. Dentro del reflejo nebuloso, mi rostro aparecía relajado, los ojos brillantes, los labios ligeramente hinchados.
Sonreí a mi reflejo. El día podía comenzar. Yo tenía un secreto delicioso guardado en el cuerpo, y la promesa de la noche, escrita como una segunda piel, esperándome.
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