la tabernita

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Crítica de la Taberna "El Encanto del Pasado"

Al cruzar el umbral de esta taberna, vieja, histórica se diría, retrocedes a un pasado misero pero entrañable, lleno de recuerdos y vivencias olfato gustativas, mundo de otra época, quizás de otra galaxia, esa en la que están los inocentes y donde cada detalle parece contar algo ya sabido.

Desde el lugar donde se encuentran los clientes apoyados en la barra, con un codo ya encallecido por la presión y el paso los años, inmóvil, en esta postura de abandono, es posible observar a través los cristales de la vieja puerta de entrada la gran explanada exterior. En ella, una desvencijada furgoneta cargada de muebles, aparentemente formando parte de una mudanza humilde, añade un toque más cutre, si ello es posible, a este mundo tabernario pintoresco y auténtico que conecta este espacio con las vidas de estos seres primarios, casi primates pienso yo.

El de la furgoneta lleva un altavoz con música folclórica, a todo lo que da el equipo musical y, de vez en vez, se apaga la música para dar paso a la publicidad de la mercancía del moreno que conduce, coca, coca rica, a peseta el gramo, coca cola americana claro, suelta la carcajada el gitano, bebidas frescas.

Volviendo a la barra de zinc, con su brillo gastado por el uso de los años, y que es el corazón de este rincón que respira nostalgia. Las botellas en los anaqueles, con etiquetas envejecidas que parecen susurrar secretos del pasado, completan un ambiente que invita tanto a la contemplación como a la conversación.

En una mesa próxima al ventanal de la calle, tres ancianos almuerzan al estilo levantino, compartiendo un plato de tocino frito con huevos fritos, los acompañan con unos vasos de vino de pasto, de baja calidad, áspero, que parecen ser un guiño a la autenticidad del lugar. En el centro de la mesa reposa una hogaza de pan blanco, de la que, con sus navajas individualizadas, van cortando trocitos para mojar en los huevos y envolver al tocino. La escena destila camaradería y tradición, como un ritual cotidiano lleno de significado.

La cocinera, una señora de unos cuarenta años, entrada en carnes, de aspecto limpio pero ligeramente desaliñado, se convierte en parte esencial del carácter del lugar. Cada cierto tiempo, sale del inmenso calor de la cocina y, secándose el sudor de la frente con un paño de cocina, se detiene a conversar con los clientes.

Les comenta sobre el tiempo y se lamenta de lo difícil que es hoy día encontrar buenas sardinas o filetes de hígado de ternera. Está cansada de reclamar calidad a los proveedores, pero resignada señala que es lo que llega al mercado de abastos. Su figura, con el moño recogido, el delantal negro sobre su traje camisero y las zapatillas de fieltro gris oscuro con tacón pronunciado es tan auténtica como los platos que prepara.

La cocinera vuelve a la cocina cantando una vieja canción andaluza, con un aire alegre a pesar de la temperatura elevada que le está esperando al lado de los fogones, y de la sarten gigante en la que hierve el aceite.

La atmósfera se envuelve en la luz tenue que entra desde el exterior, con esos clásicos rayos de sol que iluminan las partículas de polvo que flotan siempre en este tipo de lugares, añadiendo un toque casi mágico al ambiente. Es una escena que parece sacada de un cuadro costumbrista, donde la quietud del aire acentúa el carácter único de esta taberna.

Cuando pasa la hora del aperitivo y las comidas de menú del día, la taberna se transforma. Las mesas se recogen y dan paso a las partidas de dominó, donde los clientes, absortos en el juego, golpean con toda su fuerza las fichas sobre la mesa, haciendo todo el ruido posible. Entre golpe y golpe, se sirven tragos de brandy de bodegas jerezanas o cazalla de las sierras de Sevilla, acompañando el momento con una satisfacción que solo puede brindar el sabor de lo auténtico.

En resumen, esta taberna es un homenaje al pasado, un refugio para quienes disfrutan de la melancolía estética y buscan un rincón auténtico. Sin duda, un lugar digno de una segunda visita.


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