FRIDA

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   Cuando se afincó en Montevideo sus ilusiones se habían desvanecido casi por completo. Frida acababa de cumplir 36 años y sus esperanzas se habían esfumado al mismo tiempo que las botas de la Alemania nazi resonaban en las aceras de media Europa.

De su Viena natal le quedaban multitud de recuerdos perfumados y endulzados por la necesidad de asirse a algo sano para seguir viviendo. El mundo del espectáculo en Montevideo le abrió los brazos. No era en vano, Frida, se había hecho un nombre en su Austria natal a fuerza de originalidad e inteligencia. A la capital de Uruguay trasladó su mundo mágico de ilusión y el único amor verdadero que le quedaba, los niños y las niñas: la inocencia perdida y el refugio renacido de sus aplaudidas historias para la infancia. Las risas espontáneas y nerviosas de los niños cubrían la violencia, la crueldad y la inhumanidad que se adueñaba de calles, plazas, campos y almacenes de la vieja Europa.

Frida tenía algunas lagunas mentales. Todos pensaban que la insania era la dueña de esos momentos, pero en el camerino, cuando Frida se maquillaba, disfrazando las arrugas del miedo y de la soledad, esas algunas adquirían forma, texturas, sombras, voces, olores. Eran como un cuento de Grimm terrible y sangriento, el terror paralizante de los brazos de hierro y las bocas de fuego, que la aplastaron contra la pared, la arrastraron hacia la cama, la tumbaron de espaldas y despedazaron sus ropas.

Los brazos eran tenazas y las piernas eran garras como las que tenían los osos. Desgarraron su piel y otra carne penetró en su carne. Se repartieron su cuerpo hasta quedar ahítos de poder. Sobre su espalda, dentro de ella. Le arrancaron algunos cabellos y escupieron sobre su cuerpo.

Fue entonces cuando Frida murió para seguir viviendo en una carretera, a bordo de un camión que transportaba verduras, en un barco que olía a alquitrán. Allí conoció a Hans y ambos bajaron a la nueva tierra prometida donde tardaría mucho tiempo la barbarie y el odio en reaparecer, cuando Frida y su mundo ya era un recuerdo para los niños y niñas que escapaban, a su vez, de la brutalidad renacida de los dioses vengativos, que seguían rigiendo en el mundo.


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