MAF - El presidente

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Luego de un par de minutos de partido ya supe del talante del público. “Dale, Boludo”, era el saludo normal de quien dice desde su gracioso monólogo: “ya sé que eres argentino y no me caes en simpatía”. Podría hasta buscarle el índice de catálogo, no era una frase original, y el que la pronunciara ya se sentiría a gusto de haberla dicho esperando la aprobación de sus iguales.

El clima se caldeaba en pleno invierno pues las “gracias” siguieron en “argentino hijo de P…, porqué no te vas a la m…”.

En esos momentos ya no había un partido de fútbol para esos espectadores, estaba un árbitro que en un momento u otro se podría equivocar y al cual molestarle. Si un padre llevaba a su hijo al club a hacer deportes, estar con sus amigos en un partido y desembolsar una suma de dinero en equipos, transporte y ficha federativa, no importó, cayó toda esa dedicación en el olvido. El momento se convertía en ocasión para insultar a un árbitro por si hacía mal o regular una faena. Y si era por la presión, más se justificaba la conducta, así se demostraba que el juez se equivocaba por torpeza o mala fe. Sin más tozudez que el intentar demostrar esa intención por el valor de mil razones.

Al finalizar el encuentro viene al centro del campo a gritarme una persona que por verse más alta que mi, se me enfrenta a centímetros de mi cara y continuar dándome su discurso por sobre mi frente. El señor me decía con esas maneras que “no hay derecho” y “esto le enseñas a los chavales?”. Situación quijotesca; me gritaba, amenazaba, despreciaba frente a los niños - que ya estaban tomando su misma conducta, pues decían “vesten a la m…” mientras pasaban a mi lado- diciéndome que yo les daba el mal ejemplo y enseñanzas.

En mis pensamientos llegué a imaginarlo que me azotaría un puñetazo y a más me enseñaría que no habría de usarsela violencia. Esemismo perfil de público y padre “ejemplar” lo habré sufrido en otros partidos. Incluso mi coche habrá sufrido algún rayazo en manos de quien pensaba que así aprendería, o que era la justicia merecida a un acto injusto de mi parte.

Le pregunté al señor con la sana intención de demostrar mi aplomo: “y luego de este griterío, comenzará a amenazarme, o sólo me dirá estas sandeces?”. El señor hizo gala de mi mismo aplomo y dijo, en el mismo tono: “eso es lo que tú querrías, que te agrediera". Más sinsentidos, deseaba convencerse que yo quería que me agrediera.

Por identificarle, y sin muchas esperanzas de que me diera un nombre le pregunto: “¿se puede saber quién es usted?”. A lo cuál el señor, echando hacia atrás sus hombros responde “soy el Presidente”.

Si llegara a sonreírme de esa frase sería lo último que recordaría al despertarme en los vestuarios luego de un puñetazo suyo. No me convenía, me llevaba varios kilos de diferencia, malos para correr y el disfrute, pero buenos para asentarse en un puñetazo.

“El Presidente”, repetí en mi cabeza. Era cuestión de ver por sobre sus hombros y estaría la corte de guardaespaldas enfundados en trajes negros, gafas de sol, radio enlaces y una flotilla de coches inmensos esperándole afuera. Mi juego mental me daba la ilusión de al menos entender la situación. El señor “presidente” habría sido investido hacía poco tiempo y con orgullo y vanidad estaba enseñándonos su posición y la defensa de su club.

La mentira continuó luego del partido pues “el Presidente” llevó su queja al colegio de árbitros con más razones y acusaciones. Si el puñetazo no pudo darse en el campo, se daría de otra manera en las oficinas, bien merecido estaba para él, incluso las mentiras.

Molesto por las mentiras dentro y fuera del campo que “el Presidente” había expandido, hice una carta esperando descargarme de esas acusaciones. Le había puesto las verdades sobre las mentiras y concluyendo con un “Debido a la antipatía e intolerancia manifiesta de ese público debo solicitar tengan a bien no asignarme más partidos donde pueda coincidir con esas personas. Considero que así no tendrán ellos los motivos personales - de mi origen argentino o anteriores actuaciones - que puedan moverles a tan repulsivas conductas. Además, por mi propia educación, considero que no debo compartir labores con personas que incitan a sus hijos en el insulto y desprecio a los mayores y les alientan en la mentira.”

Así me dirigí al colegio de árbitros para defender mi posición sólo llevando mi palabra o convicción como pruebas. Allí me dijeron un escueto “las quejas se archivaron”.

Supe así que ese era el mejor lugar para mi amargura y aquellas quejas.


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