Animales sueltos

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-¿Queres morir en este mismo instante?-  Le dijo el gorila a la liebre.

 

Nunca supe bien el verdadero significado de ese viejo dicho popular que dice: “Este sí que es rápido para los mandados”.

Suponía que podía referirse a quienes siempre estaban prestos para hacer favores o realizar encargos de manera eficaz y/o eficiente. Creo que también este dicho encasillaba al hecho de que dichas cuestiones se hiciesen en el menor tiempo posible.

Pues bien, si esto era así, yo era uno de ellos, solo con el agregado de que sabía que lo hacía no solo por voluntarismo, beneplácito o por ser un tipo servicial, sino también por beneficio propio ya que siempre de cada encargue o pedido obtenía algún tipo de regalía, que a la corta o a la larga quedaba, a veces, en  mi columna del haber, y otras, directamente dentro de mi bolsillo.

Esta actividad no era mi profesión, ni mi modo de vida y subsistencia ya que yo era empleado público en un pequeño municipio en la lejanía del centro económico del país, pero que con esto de la globalización, había tomado cierta importancia en los últimos tiempos junto a otros pueblos, por este asunto de la creciente y, para nosotros, poco beneficiosa actividad llamada explotación minera.

 

El hecho de contar con un horario acotado de trabajo, me permitía tener prácticamente las tardes libres, lo que sumado a disponer de los fines de semana íntegros, mas los constantes feriados que acortaban las semanas casi en forma permanente, y por último aunque no menos importante, las desdobladas y extensas vacaciones, hacía que gracias a esta perversa combinación, pudiese disfrutar de mi verdadera vocación, que era, estar en la calle.

En ella me sentía  tan libre como un ave en el viento surcando los cielos, y me movía con la displicencia de un pez en el agua; Cargando como hormiga lo que yo llamaba trabajo comunitario, caminaba a veces en forma desapercibida, y otras, con la presencia de un pura sangre que se expone ante un público que admira sus dotes de campeón, sabiendo íntimamente, que los demás equinos, como leí en alguna bandera de color azul y amarilla, podrían imitarme, pero igualarme jamás.

 

Y fue justamente esa exposición la que me condujo  directamente hasta esta delicada situación personal en la que nunca imaginé estar involucrado. Pero ahí estaba yo, “la liebre”, como me apodaban desde aquellas competencias de atletismo en los torneos juveniles, oyendo vociferar a este gorila enviado por la compañía extranjera que saquearía los preciados metales de nuestras montañas, tratando de averiguar por medios pocos santos, quienes estaban detrás de las movilizaciones populares que hasta ahora habían demorado el comienzo de dicha extracción.

 

Aturdido por tantos golpes y ensangrentado desde mi rostro hasta mis pies, pude escuchar por última vez: -¡Dale nene, hablá! ¿O queres morir en este mismo instante?

 

Luego, por fin, sobrevino la noche. 


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