El gran masturbador

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Me hallaba frente al cuadro intentando interpretar los símbolos del tema representado en el lienzo, pero no lograba descifrarlo. Era una empresa completamente inútil, sólo factible para los ojos especializados de un estudioso que conociera no sólo estilos, técnicas y movimientos pictóricos, sino la historia personal del autor. De todas formas, hay momentos en que uno no puede evitar el impulso visceral de desvelar lo oculto, la curiosidad morbosa de penetrar en la parte oscura de la mente de otra persona. No lograba descifrar el contenido, pero sí simpatizar con el pintor, con el trazo tenue del pincel, los colores contrastados, las figuras definidas y las imágenes provocadoras.

La masturbación se presentó en mi vida sin buscarla, sin conocerla, sin tener la más mínima noción de que existiera. Apareció por casualidad en mi niñez, en un momento de juego y superación física, de la forma más imprevisible, trepando esforzadamente a un árbol joven que rodeaba con mis piernas dobladas y los genitales presionados contra el tronco. Ahora me hallaba frente a una pintura que estimulaba mis instintos más primarios. Mientras la observaba atentamente con las manos en los bolsillos, mi miembro crecía lentamente dentro del pantalón. Con los dedos empecé a toquetear el glande, que endureció al instante. Seguí presionándolo y manipulándolo con disimulo durante largos minutos hasta que en el momento de máxima excitación, arrebatado por un deseo irrefrenable de provocación, bajé la cremallera, saqué el miembro tieso como un palo y comencé a masturbarme ante la mirada atónita de los presentes. El esperma salió expelido dando pequeños saltos hasta el suelo.

Sabía que no tardaría en llegar el personal de seguridad. Rápidamente me escabullí buscando la salida, pero el revuelo había sido considerable. Todo el mundo me señalaba y las salidas estaban controladas, volví hacia atrás recorriendo salas, buscando una escapatoria. Estaba completamente perdido. Al doblar una esquina, una mano me agarró la muñeca, y una voz femenina me dijo: Por aquí, no tengas miedo, te ayudaré..., a cambio de una pequeña compensación. 

La expresión de su cara era noble y sincera, así que la seguí sin rechistar a través de un estrecho pasillo. Abrió una puerta, entramos en el interior de una habitación y la cerró con llave.

Trabajo aquí, soy restauradora del museo. He seguido todos tus movimientos por las cámaras de seguridad. Tengo mis deseos ocultos, como tú. Sólo quiero una cosa, que me masturbes hasta volverme loca.

Me quedé pasmado, sin habla. Sin más preámbulos, se sentó reclinada sobre una gran mesa con los codos apoyados hacia atrás, los pies en la parte delantera, las piernas dobladas y separadas. La corta falda se había corrido hasta las caderas dejando a la vista unas largas extremidades cubiertas por unas medias negras sujetas a unas ligas que subían hasta la cintura. No llevaba bragas. Su vulva asomaba descarada entre los muslos.

Llevaba un peinado clásico y unas gafas que le daban un aspecto de empollona remilgada, pero era muy guapa, de labios gruesos y sensuales. Sonreía malévolamente.

Pareces una académica seria y formal, pero viciosilla -dije.

Soy eso y mucho más –contestó pausadamente.

Me acerqué a ella y apoyé mis manos en sus rodillas. Acaricié el sedoso tacto de las medias, siguiendo el contorno interno de las piernas hasta alcanzar la cálida suavidad de su piel. Al tocar mis dedos sus abductores se quitó rápidamente la blusa y el sujetador, recostó la espalda sobre la mesa y extendió los brazos a sus costados, dejando las piernas completamente separadas. Su coño se entreabrió mostrando la entrada de su vagina. Unos finos y sonrosados labios se perfilaban en su interior. Sus prominentes tetas se habían desplazado ligeramente hacia cada lado del cuerpo con los pezones erguidos hacia el techo. La cogí de la cintura y la moví en vaivén. Las mamas bailaron agitadas, de un lado a otro, bajo mi mirada embelesada. Levantando sus manos, las sujetó acariciándolas tenazmente. Toqué con las yemas de los dedos su vulva, iniciando movimientos circulares que iba alternando con un leve estiramiento de los labios. Ella, con los ojos cerrados, estrujaba sus tetones mordiendo los labios de su boca.  Introduje la punta del dedo índice de mi mano derecha en su vagina empujando la comisura inferior hacia su ano, mientras con el dedo medio izquierdo presionaba su hueso púbico en dirección al clítoris. Un gemido se escapó de su boca.

Comencé a frotar con la mano izquierda su vulva arriba y abajo, repetidamente. La raja empezaba a rezumar líquido viscoso que mojaba mis dedos. Introduje el dedo medio derecho dentro y dirigí la yema hacia la parte superior delantera de la vagina. Presionando con suavidad, moví el dedo manteniendo cortos desplazamientos alternos. Con los dedos de la mano izquierda acariciaba su vientre, el pubis, la vulva. Ella respiraba aceleradamente tirando de sus pezones con fuerza. Yo continuaba masturbando con empeño, sin detenerme ni un momento. La veía gozar y eso me excitaba mucho. Seguía insistiendo, moviendo las manos acompasadamente una y otra vez. Enrojecida, gemía y basculaba con fuerza su pelvis arriba y abajo como si estuviera follando. Arrancó un grito ahogado, luego otro, y otro. Apretaba sus nalgas y piernas que aprisionaban mi mano, balanceándolas de lado a lado, con el cuerpo tembloroso. Tras dulces sensaciones, se fue apaciguando hasta quedar quieta y abandonada. No paré, seguí con el mismo ritual. En unos instantes sus músculos volvieron a tensarse. Jadeaba y se movía con renovada fuerza, repitiéndose el proceso y las mismas dulces sensaciones. Continué.

Ya está bien -dijo-, tengo suficiente.

No -repliqué-. 

¿Cómo que no?

 Intentó incorporarse, pero rápidamente la empujé, me senté sobre su pecho y la inmovilicé.

Hice un pacto contigo y lo pienso cumplir. Tengo que masturbarte hasta hacerte enloquecer, ¿recuerdas?

Me incliné hacia su precioso coño y continué con mi labor. No paraba de mover mis manos entre sus piernas. Ella se retorcía con sacudidas por todo el cuerpo. Sentía un goce tan intenso que se hacía doloroso e irresistible. Quería escapar pero no podía. Yo seguía frotando su vagina insistentemente. Empezó a gritar emitiendo unos gemidos llorosos en un frenesí de placer violento que le hacía perder el contacto con la realidad.

¡Por favor, no sigas!

Paré, me aparté y me puse de pie junto a ella. Continuó retorciéndose un rato, ella sola, apretando con sus dos manos la vulva. Gimoteando, adoptó una posición encogida, fetal. Me incliné sobre ella, la abracé y le di un beso en la mejilla.

Se me había hecho tarde, cogí un bloc de notas, anoté mi número de teléfono, arranqué la hoja y la dejé sobre la mesa, frente a ella. Entreabrí la puerta y asomé la cabeza al exterior. Estaba todo calmado y en orden. Me dirigí caminado a la calle. Después de unos pasos, sonó una señal en mi teléfono. En la pantalla apareció el aviso de “mensaje recibido”. Lo abrí: "Qué pajote. Te debo una. Mua".

 


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