El avatar y la música 1/2

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No fue el excesivo amor a la música lo que terminó con su vida, sino la falta de una progresión armónica adecuada a su frágil temperamento. Su amor, a no dudarlo, era incondicional. Él había transformado ese amor en virtuosismo, y había transformado el virtuosismo en una sensibilidad perfecta y exacta, absolutamente necesaria para el ingrato instrumento que ejecutaba. Su pérdida fue, para los amantes del Arte Mayor, un golpe duro, un choque frontal contra la total desesperanza. Y era lógico, porque en el ambiente social el violinista había destacado por una agudeza mental envidiable, y por una humildad honesta y espontánea que predisponía en su favor a las personas, sobre todo a las damas. Arturo Denante, uno de sus más cercanos, violonchelista empedernido, recordó en un seminario que Pisani, el padre de la protagonista de Zanoni, la novela “esotérica” de Sir Bulwer Lytton, ejecutaba con misterioso virtuosismo el mismo instrumento que su querido amigo. La comparación no era casual. El hermano del fallecido, semanas después, tomó la declaración de Denante y agregó gravemente que el suegro póstumo del incomprensible Zanoni, el hombre inmortal, había muerto con el “barbitón” entre sus manos, al igual que su llorado padre.

 

Entre los músicos de Bastlio Grande, el “zanonismo” era una verdadera religión.

 

Nadie en su sano juicio asociaría música con enfermedad. Ahora bien, la salud del occiso siempre había sido buena y estable, pero el conjunto de obras que hubo de tocar en la temporada de 1996 como primer violín dela Orquesta Sinfónica de Bastlio Grande, sencillamente terminaron por enfermarlo gravemente, y falleció de la noche a la mañana, dejando a la capital mundial de la música contemporánea sin su violinista estrella. Su muerte causó una verdadera conmoción en el ambiente musical de aquella refinada ciudad.

 

Un reconocido musicólogo dela Universidad Orfeísta, al enterarse de los pormenores de la muerte de quien había sido para él un amigo, y sabiendo lo estable y sólido que había sido siempre su estado de salud, decidió indagar sobre las reales causas que llevaron a la repentina pérdida de un hombre tan notable, al menos en su concepto.

 

Según sus discretas averiguaciones pudo constatar que en el negligente parte médico se leía, como causa directa de su deceso, la palabra envenenamiento. Aquello no cuadraba con el moderado y saludable estilo de vida del muerto. Hacía pensar en un asesinato premeditado. La información confundía inevitablemente las cosas para el musicólogo. “Tú no entiendes”- le dijo un moderno monje canonista, a quien había ido a consultar casi como una manera de consolarse. “Desde hace un tiempo todas las causas desconocidas de muerte, para el distinguido colegio médico, caen en la categoría de envenenamiento. Y tienen razón, por supuesto. Absolutamente todo es veneno, (hasta el oxígeno) así que quien se atrevería a negarlo. No pueden fallar con ese diagnóstico. Y de paso se ponen el parche antes de la herida. Nosotros debemos saber, antes que todo, que a tu querido amigo el violinista se lo llevó Dios a su Reino. Rezaré día y noche porque encuentre paz en su espíritu.”

 

Por alguna razón, el monje canonista cargaba sus dispersas palabras con un leve toque irónico, acentuando con eso el tono de sagrada herejía con que instalaba la fe en los corazones predispuestos.

 

Al musicólogo no lo satisfizo la explicación médica, (tampoco la religiosa). Primero que todo, necesitaba conocer el nombre del veneno que había intoxicado a su amigo el violinista. Para su total asombro, esa valiosa información no existía en lo absoluto.

 

Revelemos el nombre del musicólogo: Norman. No navegaba precisamente a ciegas en este misterioso océano de causas ocultas, pues tenía una teoría personal bastante desarrollada, teoría que aún no entraba en las etapas de experimentación, y que por ende aún necesitaba probar. Según su impactante teoría, a su amigo el violinista lo había matado la música. Tal como se oye. Para ser más específicos, la música ejecutada porla Orquestade Bastlio Grande durante la temporada 1996.  Norman tenía en su poder la lista de obras que se ejecutaron ese año, publicadas en el programa que imprimía el Teatro de las Artes Mayores. En ese momento aquel trozo de papel impreso con tinta violeta era para Norman la mismísima Piedra Filosofal. Supo que la información contenida en esa simple lista de programa era tan preciosa, que no debía ser públicamente vinculada con la muerte del célebre violinista.

 

Norman creía, ya sin sombra de duda, que la progresión melódica que su amigo ejecutó con su violín noche tras noche, ensayo tras ensayo, presentación tras presentación, durante un año completo, había producido alteraciones glandulares en su organismo, haciendo mutar levemente la composición de su sangre, lo suficiente como para morir envenenado.

 

Norman carecía de una explicación para este raro fenómeno y no podía llegar más lejos en sus conjeturas. Pero todo esto lo llevó a desarrollar aún más su tesis y escribió un largo ensayo sobre el efecto de la música en la salud del hombre. Llegó a la conclusión de que había música capaz de matar. Su libro pronto adquirió cierta fama, y en el transcurso de pocos meses se convirtió en uno de los títulos más vendidos.

 


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