Una a la inversa

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UNA A LA INVERSA

 

Se enterró el cuchillo de cocina hasta revolverse las tripas para que su propia sangre fuera la encargada de escabullirse por la herida y abandonar el cuerpo para siempre. Y murió en silencio, casi cuando sonaron las campanas de la iglesia en la misa de las ocho.

 Había elegido bien su arma mortal y su premeditación se había cumplido al pie de la letra. Había sido, sin duda, el plan más determinante que un ser humano hubiese podido resolver jamás. Había descifrado su destino despiadadamente y sin consultarlo con su alma siquiera, decidió engañarla siniestramente, como aprovechándose de su inocencia.

Inmovilizado, sus brazos ya no le pertenecían. Su corazón había acelerado el ritmo en cuestión de segundos y el sudor estaba enmascarando la cara entera; había empezado por el cuero cabelludo, luego las cejas, la parte superior de la boca y así hasta llegar a adueñarse por completo de su piel blanca e indefensa. Su devoción religiosa se transformó, entonces, en el fundamento de su filosofía de vida. Su amor incondicional hacia un Dios de una minoría extremista había posesionado su cuerpo y mente y había sido enajenado de manera tal que ya nadie podía reconocerlo. Su libertad como humano había estado condicionada por la fuerza de la fe; su fe ciega e ilimitada con vistas a la exterminación del hombre y a partir de ello, la recreación de la nueva raza salvadora del mundo.

Cinco meses fueron suficientes para empaparlo de una ideología tan extremista como la muerte misma. Cinco meses necesitó para haber enterrado su pasado y dejado a flote la creación de un nuevo ser en pos de una humanidad diferente; el nacimiento casi inevitable de un incierto tan absurdo que cualquier determinación sería válida y aceptada.

Esa tarde soleada, ya cuando había sido invadido por la angustia y el tormento, la desesperación de la sociedad por la sociedad misma lo desencajaron de su universo frágil y endeble. Acosado por la perturbación de la impotencia a la monotonía inescrupulosa, entró, casi por casualidad, en un templo religioso poco común. Era un edificio grande, con una fachada adornada de hongos verdes y escasa pintura marrón. El techo estaba a medio hacer; no tenía todas las tejas y se podía observar la madera avejentada de la base en los espacios vacios. La puerta, también de madera, estaba combinada con dos pequeñas ventanas de vitraux que mostraban una figura confusa, como si un sol con manos extendidas se asomara desde un árbol de luz con destellos desparramados por doquier. Parecía una postal de alguna mansión dominada por la sobriedad fantasmagórica de un cuento de terror.

El infierno de aquella mañana soleada opacóla frescura de la primavera que hacía pocos días había corrido al invierno para enseñarle su calidez. Su cabeza parecía una bomba de tiempo que se había encendido la noche anterior para estallar en millones de partículas al día siguiente. No podía dormir y sentía un reclamo de su cuerpo tan confuso que apenas si lo dilucidaba. Recostado en la cama, temblaba con los ojos bien abiertos; inundados de lágrimas que se escapaban y se deslizaban por su mejilla hasta rodear la oreja y desintegrarse en la almohada. Las horas lo fueron acorralando y lo inducían a accionar; debía haber algún camino que lo tentara para no caer en el abismo de la postración y no vivenciar desde la cama el deprimente devenir de una tragedia cruel del mundo ya sin salvación; un mundo en ruinas que se rendía hacia el gran desenlace. Finalmente se sentó al borde de su cama, respiró profundamente y se calzó sus zapatillas rojas. Miró al cielo y se reivindicó.  Acomodó su camisa, bien desalineada por tanto reposo, y se levantó para abrir la puerta y atravesarla en busca de su renacimiento, de la resurrección de su esencia.

 

 

mna

 


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