La pistola del profesional

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La Beretta se le encasquilló con un ¡clack! apenas audible. El pistolero dejó de apuntar a su rival y la contempló, sintiéndose como el marido que regresa pronto del trabajo y sorprende a su mujer con otro en la cama, la confianza traicionada y los reproches atascados en la garganta. Algo del tipo «te lo he dado todo y así me lo pagas». Pero pudiera ser que el cornudo no hubiera prestado la debida atención a su esposa y que ésta, tras las recriminaciones iniciales y la posterior desesperación, se hubiera visto empujada a una infidelidad no deseada que aplacara las necesidades de su cuerpo, víctima fácil para el primero que le dijera bonitos ojos tienes parapetado tras una rosa roja.

De igual manera la Beretta podía haber sido desatendida. Quizá no estuviera bien engrasada; quizá hubiera golpeado el cargador; quizá los cartuchos formaran parte de una serie defectuosa. Quizá, quizá, quizá,…

Resignado, el pistolero bajó aquel pedazo de metal ahora inofensivo, y fijó la mirada en los ojos grises de su rival que le apuntaban ¡maldita ironía!, con otra Beretta, el aire mortífero intensificado por la cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha.

No es nada personal…

–…son sólo negocios. Conozco la cita, Sr. Leal. Y la comparto, por supuesto. Al fin y al cabo, somos profesionales. Aunque reconozco… –una última mirada a la Beretta de cuya inutilidad él era el único responsable–… que hoy no he estado a la altura.

»Acabemos, Sr. Leal. Sin reproches.

 

*        *        *

 

Con mano firme, el agente en suelo extranjero Diego Leal siguió la trayectoria de la oronda figura que bajaba la escalinata de la catedral a la máxima velocidad que le permitía su exceso de peso, ignorando la amenaza implícita del cañón humeante. Sólo cuando reconoció al padre Ignacio, el agente relajó la presión sobre el gatillo, y bajó respetuoso la cabeza ante el silencioso rezo del cura por el alma condenada del pistolero; preguntándose si el día que su cuerpo cayera desmadejado sobre el asfalto de una ciudad extraña alguien se tomaría la molestia de hacer lo mismo por él.

De vuelta a la realidad del momento, hostigado por la urgencia de la huida, Diego Leal pronunció la clave acordada tras un suave carraspeó.

–¿Padre Ignacio? Me acojo a sagrado. Fausto me dijo que usted comprendería.

–¿Qué sabrán ustedes de lo que es sagrado? –y con su mano dibujó un arco que abarcaba al pistolero muerto, al propio Diego y a tantos otros que se mataban entre sí por una bandera, una nación o por un puñado de monedas–. No me diga nada. Por supuesto que Dios Nuestro Señor le acogerá siempre que se lo pida.

»Pero eso se queda fuera –concluyó con autoridad, el dedo dirigido a la pistola que el agente acomodaba en ese momento en la funda sobaquera con una ternura que rozaba el fetichismo.

Enojado por la actitud irreflexiva del párroco, Diego arrojó las pistolas gemelas por la alcantarilla más alejada del cuerpo. Era posible que la policía las encontrara si se molestaba en hacer una investigación profunda de la escena del crimen, pero sabía que la Beretta del pistolero, al igual que la suya, sería imposible de identificar. «Al fin y al cabo, somos profesionales».

 

B.A., 2014

 

*        *        *

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