DESDE EL INFIERNO CON AMOR

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Sentada en una de aquellas sillas que componían los bancos de plástico de la sala de espera de la clínica, esperaba mi turno. Mi turno al infierno, pasando por una pérdida dolorosa.

Mi mente ocupada en intentar visualizar campos verdes de praderas para relajarme, no conseguía concentrarme, no podía ver ese paisaje, tan sólo veía la imagen del bebé. De mi bebé.

Educada en la fe católica pensaba que iba a ir derecha al infierno por quitarle la vida a mi bebé. A mis 22 años, sin terminar todavía mi carrera, no podía permitirme tener un hijo. Mi postura egoísta pesaba más que mi llegada al infierno. Sin novio, sin casa, sin trabajo, viviendo de mis padres todavía, no podía ser madre. ¿Qué iba a ofrecerle a ese niño?, nada, porque no tenía nada que ofrecer. Además quería seguir viviendo mi vida, lograr mis proyectos y pasarlo bien sin responsabilidades añadidas a parte de las obligaciones de mi edad.

Mi abuela había sido madre a mi edad pero era otra época, ahora los niños venían al mundo planificados. (Espera, que voy a mirar la agenda a ver si puedo ser madre). ¡Qué locura!, imposible, yo no puedo ser madre todavía. Tal vez algún día, cuando tenga marido, casa, trabajo, estabilidad y madurez suficiente, allá por los treinta y muchos.

Hacía frio en la sala, o la frialdad de mi acto congelaba mi amor por la humanidad. ¿Era una asesina?, Rotundamente NO. Soy joven, inmadura, inexperta, sin preparación. Ya llegará mi momento.

Sentada frente a mí había otra chica, de unos veinte muchos, con cara de afligida, supongo que también pensaba que iría al infierno. Nuestras miradas se cruzaron unos instantes e intercambiamos una sonrisa tímida. Seguro que opinaba lo mismo que yo, pero me habría gustado conocer su historia. Mal de muchos, consuelo de tontos, supongo.

La enfermera entró con un sigilo que mataba el hilo musical y nombró a mi vecina de enfrente. Se levantó rápido y se dirigió hacia la enfermera, la cual sonreía de oreja a oreja. Educadamente la dejó salir y se cerró la puerta tras de sí. Me quedé sola ensimismada en mis pensamientos.

Él no sabía que estaba embarazada, no quería darle la opción de que influyera en mi decisión. Me quería, seguro que estaba más preparado para la paternidad que yo, pero no dejaría que cambiase mi opinión.

Exactamente fue el día de su cumpleaños, lo sé con seguridad porque le regalé una vez sin preservativo, quería que me sintiera.

Su cama de 90 en la habitación de alquiler de un piso de estudiantes compartido, convertida en un nido de amor, con edredón mullido y cómodo, invitando a ser poseído por dos amantes jóvenes ávidos de unirse en uno sólo. Y la fusión se hizo realidad. Nos amamos cómo nunca antes, sintiendo nuestros cuerpos sin barreras, con sus humedades y calores físicos de verdad. Toda una experiencia nunca antes disfrutada por mi parte. Había tonteado alguna vez con algún chico, pero nunca hasta el final.

Y el final había llegado.

El tiempo pasaba despacio. Sabía que aquella enfermera vendría a por mí en breve, pero no verla aparecer se me hacía eterno. Con esa sonrisa falsa, de “estoy haciendo mi trabajo sólo y me da igual que vayas al infierno”.

Quería que aquello terminara cuanto antes.

Unos pasos irrumpieron en mis pensamientos y focalicé mi vista en la puerta esperando ver aquella fila de perlas blancas en aquella cara insulsa.

De pronto, la luz que atravesaba los ventanales que tenía a mi espalda iluminó una cara conocida, muy atractiva.

Y entonces él dijo: No lo hagas amor, quiero estar en todos los momentos felices de tu vida. Quiero una familia contigo.

Y salí de aquel infierno, llena de amor.


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