Silicona en las cerraduras

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Que un sábado no era un domingo era una verdad universal aceptada en China, en Roma o en Finlandia, pero sobre todo, y en particular, por Perfecto y por Manolo, para los que no existía el sábado si no sentían bajo sus posaderas el mullido asiento de las butacas de aquel club del kilómetro treinta de la comarcal o, especialmente por parte de Manolo, las insinuantes caricias de alguna jovencita de esos países del este de Europa. Pero aquel domingo, como solían hacer todos sábados que merecieran ser considerados como tales, volvieron a reunirse con Riquelme, aunque el escenario era bien distinto al acostumbrado. Las cómodas butacas del club se trocaron, como por arte de magia, por los inestables taburetes de un barezucho del que Riquelme les habían hablado en alguna que otra ocasión, y el sutil aroma a violetas silvestre de su reservado por el del sufrido aceite que, como Sísifo, quemaba y requemaba una y otra vez sucedáneos de calamar y croquetas industriales.

-“Chissst, callaos. Paco, dale voz a eso- dijo Riquelme con su habitual prepotencia al camarero de aquel garito donde, además de ellos tres, había un joven de unos veintitantos años de espaldas anchas y abundantes cicatrices en la cabeza a las que la carestía de cabello no dificultaba su exhibición.

La voz del comentarista se hizo más audible aunque algo distorsionada por los muchos años que tenía el televisor. Sin embargo, y a pesar del vibrato de la voz, todos los presentes supieron que hablaba de aquella parodia de referéndum que se había anunciado hasta la saciedad muchos meses antes. Las imágenes de hombres y mujeres con banderas regionales no dejaban lugar a dudas de qué se trataba aquel reportaje. En él podían verse unas toscas urnas de cartón que, debido a la prohibición del gobierno central, habían reemplazado a las habituales de aluminio y cristal.

Perfecto no se sentía bien. En parte, porque el domingo era para él un día consagrado a su mujer, dueña absoluta de sus actos, y, sobre todo, a Dios, por el que estaba dispuesto a sacrificar horas al sueño para rendirle pleitesía; pero, principalmente, porque el vermut que le había obligado a tomar Riquelme sostenía una cruenta pugna con las porras que había tomado después de misa. Y fue precisamente en ese instante, cuando Riquelme presintió que iba a excusarse para abandonar la improvisada reunión, cuando le atajó con un imperativo “Chisst. Quieto. Mira”.

En aquel instante, el locutor habló de la absoluta normalidad que se estaba disfrutando ese día, pero también se refirió a la silicona que unos desconocidos habían introducido en las cerraduras de alguno de esos locales donde los ciudadanos habían acudido para manifestar su derecho a pronunciarse a favor o en contra de la independencia de su región.

La cara de Riquelme se transfiguró en una expresión de absoluto gozo y euforia. Después de soltar a Perfecto, quien lo contempló con perplejidad, se dirigió al joven veinteañero al que después de darle unas sonoras palmadas en la espalda le dijo “¡Machote! ¡Ese es mi Javier!”

Perfecto y Manolo miraron a Riquelme con estupefacción. Sin embargo, el camarero, que había estado bajo sus órdenes desde las ocho de la mañana elevando y bajando el volumen del aparato cada vez que aquel canal de veinticuatro horas sacaba la noticia, no solo no lo miró, sino que resopló con la misma cara de resignación que la de un pastor alemán que soporta las gracietas del hijo pequeño de su dueño.


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