El vendedor de flores

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Nunca faltaba a su cita. Cada día, a las siete en punto de la mañana, aparcaba su furgoneta al lado de su pequeño negocio, levantaba la trapa y comenzaba a descargar. Se enfundaba la bata de color gris, guarda en un bolsillo la pequeña tijera de podar y empezaba a colocar, de forma primorosa, las flores que el mismo cultivaba. En cada recinto su variedad y, en cada una de ellas, su cartelito con una elegante caligrafía: Amaranto, inmortalidad; Begonia: pensamientos oscuros; Camelia blanca: valor innato; Narciso: amor correspondido, y así, en cada una de ellas. La única que jamás tenía era el Jacinto. Cuando le preguntaban por qué, siempre respondía de igual manera…

—Aunque ese es mi nombre, significa pena, y yo solo quiero proporcionar felicidad a mis clientes.

Su amabilidad y su aspecto de hombre frágil y bonachón, le habían granjeado la simpatía de todos cuantos le conocían; vecinos, asiduos transeúntes camino de sus trabajos. Sus flores llamaban la atención a cuantos las veían al pasar. Había incluso, cantidad de gente, que sin intención de comprar, se detenía unos instantes para admirar la gran variedad y sobre todo, la magnífica exposición de colorido que recordaba los muestrarios de pinturas. Todos coincidían en que no había flores tan hermosas como las de Jacinto en toda la ciudad.

Tenía en las ancianas de la zona, sus mejores clientas. La mayoría de ellas, camino de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, muy próxima a su puesto, se detenían para charlar unos minutos, y después, siempre compraban un ramito para obsequiar a la Virgen o, a San Judas, de quien eran incondicionales devotas.

El vendedor, pacientemente, las escuchaba una a una o, la mayoría de las veces, en parejitas como la benemérita, la interminable lista de enfermedades, achaques y diagnósticos que los sufridos médicos de cabecera hacían de cada una de ellas. Sin contar con la cantidad de pastillas, jarabes y demás pociones que componía su diaria dieta médica. Él, con una sonrisa resignada, respondía a cada una:

—Está usted muy bien para su edad; —Ya nos gustaría llegar sus años y conservarnos así de bien.

Tampoco faltaban los consabidos impulsos de enamorados, sobre todo en primavera, cuando Eros ofusca la razón. O los encargos más costosos que, de vez en cuando, hacían desde las oficinas cercanas con motivo de celebraciones u ornatos de salas de juntas.

Por sus viejecitas sentía un especial cariño. A todas las conocía por su nombre. Se esmeraba por atenderlas en todo cuanto pudieran necesitar de él. No solo les vendía las flores. También les hacía ese tipo de pequeñas reparaciones caseras que, hoy en día, es tan difícil de encontrar quien te las haga; ni aún pagando. Ellas siempre, después de ver solventado su pequeño gran problema, intentaban insistentemente pagarle el favor y el siempre se negaba rotundamente alegando que se sentía sobradamente compensado con las compras que, diariamente, las ancianas le hacían. Esto, naturalmente, hacía que sus ventas fueran constantes y su negocio, aunque pequeño, fuera rentable. Tenía, para tranquilidad de ellas, pues en muchas ocasiones no llevaban dinero, una agenda con todos los datos de cada una. En una hoja por clienta figuraba su nombre, su dirección, su teléfono, incluso los años que tenía. Apuntaba también, el día y la cantidad que la “morosilla”, como cariñosamente la reprochaba, debía.

Cada cierto tiempo, alguna de sus parroquianas, de las que siempre iba acompañada de su otro enlutado yo, aparecía sola y compungida. Antes de que ella pudiera decir nada él, siempre atento, se dirigía a ella con un cariño como si de un hijo se tratara, intentando llevar un poco de aliento a su desconsolada anciana:

—¿Cómo tan sola, doña Luisa?—Hace varios días que no las veo a ustedes—¿No estará enferma doña Remedios?

—¡Ah! ¿Pero no sabe usted lo que ha pasado?—contestó la anciana— Una tragedia. Fíjese usted que hace tres días que no sabemos nada de ella y la policía no da con su paradero.

Camino de la iglesia con su ramito de flores, la atribulada viejecita, con los ojos vidriosos, iba pensando en su compañera que tan sola la dejaba. Segura de la suerte fatal que habría corrido su inseparable acompañante; se preguntaba, retóricamente, por qué, la piadosa de doña Remedios y no ella había sido elegida para emprender el camino sin regreso. Todo esto sin saber que la respuesta residía en el orden que ocupaba en la lista secreta de un alma caritativa, que había decidido convertirse en la compasiva mano ejecutora que libera las almas cansadas de la terrenal atadura.

Este era el secreto que ocultaba el compasivo vendedor de flores. Al terminar su macabro ritual, y tachar en su agenda, el nombre de la víctima, siempre decía las mismas palabras:

yo te libero de tu cuerpo marchito. Y la tersura y belleza que otrora luciste se verá reflejada en las flores hermosas que yo ahora cultivo.


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