HISTORIA DE UNA VIDA (1/4)

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   Quiero contar mi vida

con taxativo rigor,

con claridad, sin temor;

al recuerdo evocar quiero

difuminando el candor

de este humilde arriero.

   A mi Dios me encomiendo:

que avive mi memoria

para contar mí historia

y eructe de lo profundo,

pues pase por este mundo

sin pena y sin gloria.

 

Me llaman Muley. Es un apodo que me adjudicó mi maestro Cayuela, así le llamaba todo el pueblo, porque decía que el color de mi piel tenia un cierto parentesco con la mora, y que en Granada hubo una vez un moro que se llamó Muley Hacen, y aunque yo no era rey, el me llamaría Muley a secas. También me llaman “rentero”, pues mi padre era quien cobraba las rentas del “señorico”, y al mismo tiempo era su capataz .Tengo nombre y apellidos como cualquier persona, pero no me incomodo si alguien me llama por mi mote. Mi nombre es Juan Heredia, ya no cumplo los noventa, como comprenderás, no soy ningún chaval. He menguado bastante, soy enjuto y uso bastón. Mis hijos me enseñaron el arte de la escritura y la luz de la lectura, porque yo apenas fui a la escuela, me pasaba los días en la huerta, o jugando con los amigos por las calles del pueblo, pero nadie me ha engañado en esta vida, no he sido hombre erudito, pero he pasado por la universidad, porque la universidad, en mis tiempos, era la calle, vivero de curtir hombres, eso sí lo aprendí bien. Ahora estoy aquí, sentado en mi arboleda, rodeado de chopos, cipreses… en silencio, dejando pasar el tiempo. Con sosiego, estoy esperando a mi compañera de viaje, que no se digna a venir, es como si no quisiera encontrarme.

Vivíamos en el campo, en una hacienda de los “señoricos”. Estaba situada a las afueras del pueblo, a media hora de camino, con mucho terreno de labranza, una gran mansión de dos alturas, la cual cuidaba mi madre, siempre estaba limpia y dispuesta en cada momento para ser habitada por la familia del “señorico”. También había una pequeña casa donde vivíamos nosotros, y sobre todo, una rica y bella huerta que era la envidia de todos los “ricachones” del pueblo. Se criaban toda clase de árboles frutales que uno se puede imaginar, mi padre los cuidaba, y mi madre hacía buen uso de sus frutos. Gracias a la huerta, mi madre quitó hambre a muchas personas, a muchas familias, entre ellas, a mi maestro Cayuela, que me tenía gran afecto y consideración, y también le daba de merendar a los amigos que venían a jugar conmigo a la huerta, pero el día que venía el “tuerto”, lo llamábamos así porque tenía un ojo más cerrado que el otro, no daba merienda a nadie. Un día me dijo que no trajera al “tuerto” a la huerta, que no era de fiar, que su familia llevaba mucho odio engendrado. Yo no le hice caso, y mi amigo, a veces, venía a jugar conmigo. Mi madre era buena persona, comprensiva, caritativa, nunca la vi discutí con persona alguna, era muy discreta, y la gente del pueblo la quería y respetaba con locura.

Al amanecer del veinte de Julio del treinta y seis, me despertó un gran bullicio. Salté raudo del catre, casi desnudo, salí a la calle, el espectáculo que contemplé era dantesco: una gran muchedumbre, con antorchas en las manos, corrían hacia la gran mansión, la habían saqueado, se llevaron todos sus enseres, y ardía por los cuatro costados. Mi madre contemplaba la escena seria, erguida, con la mirada en aquella gente que expoliaba, quemaba y maldecía a los dueños del lugar. Estaba afligida viendo como gente que ella había alimentado, que le había quitado hambre, se encontraba entre esa masa de ladrones incendiarios. Sentía gran pena porque no comprendía la ingratitud de las personas. Cuando me puse a su lado, sin mirarme, me atrajo sobre si, como queriendo protegerme de aquella chusma, y fuertemente me apretaba sobre su costado. Contemplando aquel caos, se nos acercó un hombre con un fusil, era un miliciano, le preguntó a mi madre por mi padre, ella dio por callada la respuesta, y el hombre le dio un buen bofetón que hizo tambalearse a mi madre. Nos dijo que lo buscaban, el comité libertario, por fascista, que lo iban a fusilar, y la pobre de mi madre comenzó a llorar. Yo estaba lleno de miedo, de pavor, y sollozando. Nos llevaron al pueblo ante el comité, nos sentamos en la sala de espera en un banco sucio y viejo. En la puerta de entrada al comité, estaba, como un miliciano más, mi amigo el “tuerto”. Se sonreía con muy mala expresión, yo temblaba de miedo, era tanto mi desasosiego que miccioné mojando notoriamente mis pantalones. Aquel comité condenaba a la gente sin juicio previo, sin derecho a defensa, con una simple acusación bastaba para condenar a muerte a quien ya estaba sentenciado de antemano. Vimos entrar y salir a mucha gente de aquellos “juicios sumarísimos”, más nosotros seguíamos esperando, pero de repente penetró mi maestro, como alma que lleva el diablo, en la sala donde esperábamos. Se paró un instante, nos miró y entró donde el comité deliberaba. Al poco se oyeron unas voces, y salió el Cayuela, nos cogió del brazo, a mi madre y a mí, y nos sacó de aquel lúgubre lugar. A mí se me abrió el cielo y daba gracias a Dios, y sobre todo a mi maestro, de que acabara esa pesadilla. Nos llevó a su casa. Allí estuvimos hasta que el comité se olvidó de nosotros, pero no de mí padre, después nos fuimos a la huerta, bueno, a las ruinas de la huerta. Toda mi vida le he estado agradecido a mi maestro Cayuela por aquella acción, y siempre ha estado presente en mis oraciones, aunque hayan sido pocas. Al cabo de dos meses tuvimos noticas de mi padre y de los “señoricos”, estaban en el cortijo que estos tenían hacia el norte, en la sierra, cerca de territorio rebelde, pero en zona republicana. Necesitaban algo de comida. Mi madre preparó algunas viandas, yo las cargué en una acémila y se las llevé a los hambrientos huidos. Hice la mitad del camino amparado en la oscuridad de la noche para que ningún miliciano me siguiera y así descubrir a los fugitivos, la otra mitad lo hice por senderos desconocidos, solitarios, evitando el contracto de la gente, y cuando llegué a destino me recibieron como agua de Mayo. Me encontré a mi padre desmejorado, preocupado, con la mirada fija en el infinito de aquel bello paraje, me abrazó como nunca antes lo había hecho, los demás ni me miraron, solo le interesaban las viandas. Con las mismas volví al pueblo sin mirar hacia atrás. Y aquella maldita guerra continuaba cobrándose víctimas inocentes por ambas partes, una lucha entre hermanos que no iba a traer nada buenopara aquel pueblo, el español, donde el odio y la envidia eran llevados a su extremo más oscuro, y donde se moría por estar en el sitio equivocado el día equivocado.


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