La cita

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Dudé ante la mesa circular de madera oscura. Pensé que tal vez fuera mejor una de las cuadradas para cuatro personas y con mantel. Sin embargo, las sillas estilo tonet que la flanqueaban, me terminaron por convencer de que ésta sería más íntima.

Llegué nervioso y con antelación, como un pescador que, con el dedo en el sedal, presiente que su presa aún puede escapar. Como el café vendría después, le pedí al encargado, con vergüenza, un poco de agua. Le aclaré que estaba esperando a alguien y que luego ordenaría. Al rato, pasó como una exhalación con otro pedido y, sin ganas, me arrojó un platillo con una copa de agua. Que en su aterrizaje no se derramara ni una sola gota, me hablaba de su acostumbramiento a los sinsabores de ese trabajo.

Con Alicia la cita era a las seis de la tarde. Siempre he tenido mala suerte con las mujeres pues no me ayudan ni mi cerebro ni mi aspecto; por eso, mis expectativas de que se fijen en mí son muy bajas. Sin embargo, lo que sentía por Alicia me superó y le pedí encontrarnos. Me miro pensativa mientras intercambiaba miradas suspicaces con sus amigas, creí ver en ello que todo sería una broma y ya seguía mi camino.

Su ?bueno? me sonó a terremoto y quise esconderme, desaparecer con cobardía. Pero entrando en la locura, me sentí extrañamente normal (como hacía mucho que no sucedía) y desande mis pasos para combinar los detalles: día, hora y lugar. Mi instinto es un amigo conocido, que, aunque viejo, no se deja engañar fácilmente; por eso, cuando llegó el día, las campanadas de la hora sonaban a duelo desde antes que se hiciera la hora de encontrarnos. Por supuesto, ella no había aparecido aún por el Café y solo me aferraba a mi cordura un esperanzado ?todavía?.

He hecho una comparación desesperada de la imagen angelical de Alicia con cada chica que ha entrado, sin resultados. No sé qué hacer ya con mis nervios, con mis manos, con mis pies ni la maldita agua que misteriosamente se evapora. Mi habitual pesimismo comienza a despertar y mi cabeza se agacha en igual proporción. En ese preciso instante la veo tropezar (con elegancia) en la vereda, del otro lado de la puerta. No me extraña su donaire pues Alicia es alguien muy particular, pienso mientras sonrío.

Cuando se levanta, noto que mi ansiedad me ha equivocado y esa persona es otra. No me dejo abatir y le ordeno a mi imaginación que la recree como un duende. Así, esa Alicia imaginaria entra apurada y ansiosa pues se le ha hecho tarde. Su cara recorre el lugar y sus ojos bailotean hasta encontrarme. Con una sonrisa de alivio se apura hacia mí, sin notar al camarero que cruza con la bandeja cargada.

En mi quimera, el choque cataclísmico no sucede, es evitado por un golpe de muleta, que, cual torero, da ese extraordinario mesero. De pie para saludarla le tiendo las manos y le doy un breve beso en la mejilla. Me parece que se alarga infinito bajo su oreja y queda prendado de su perfume. Cuando se sienta pido dos cafés y, durante la espera, me explica su tardanza. La entretuvo una tía en la casa en la cual conviven, una verdadera bohemia de quien debe haber heredado sus excentricidades. De ese modo, ambas cumplen su sueño de independencia y no se dejan intimidar por nada.

Yo, que vivo sojuzgado por mi soledad, añoro esa libertad. Quiero decirle que la admiro, que sueño con amarla, pero entonces comienzo a tartamudear, mezclo experiencias comunes con latidos desacompasados de mi corazón. Ella me ayuda en el intento contando sus propios tropezones, me anima pero, aun así, mi lengua pierde su lucha con los dientes y sólo farfullo con el rostro cada vez más violeta. Ella ríe. Herido, quiero desaparecer, quiero arrastrarme a algún lugar oscuro para morir y quiero ensordecer. Pero ella ríe y ríe, divertida.

Se esfuma el duende y aparece el camarero insistente, cuadrándose a mi lado. Todo lo imaginado desaparece como una pompa de jabón. Su mirada es de desprecio cuando le pido un segundo vaso de agua. Ya se ha hecho de noche, varias horas han pasado de la acordada. Mi instinto me lo había advertido, me levanto vencido, siento que he sido burlado otra vez.

Dejo unas humildes monedas como disculpas al camarero y trato de salir tan inadvertido como una sombra?, sombra que sin escarmiento aún espera.

 

Carlos Caro

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