DE VUELTA A CASA (1/3)

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Mario Ortega volvía a casa. Después de cuarenta años, errante por esos mundos de Dios, volvía juntos a sus amigos, junto a su familia, a su pueblo, a su querido pueblo. ¿Qué habrá sido de los amigos? ¿Viviría mi hermana? Estas preguntas, y otras, se la hacía Mario sentado en su asiento del autobús que le llevaba por la autovía hasta su pueblo. Se sentía cansado, absorto en sus pensamientos, pero iba contemplando el pasaje que lentamente pasaba ante sus ojos, una ruta que él había hecho ha muchos años, cuando era joven, y sonreía con dulce nostalgia. Se acomodó en su asiento, cerró sus ojos, y comenzó a emanar recuerdos adormecidos. Se vio de joven, cuando dejó el pueblo, veinte y cinco años, le dolió el alma al marcharse, pero tuvo que irse aprisa, sin despedirse de los amigos más íntimos, dejando a su hermana desolada. Solo tenía esa hermana, sus padres murieron siendo el muy pequeño, una desgracia muy grande para la familia, su hermana fue quien lo crio, fue como una madre para Mario, y el día que partió la dejó llorando, su corazón latía tan fuerte que su pecho parecía que iba a explotar. Se decía que en tanto tiempo todo puede haber cambiado, el pueblo habrá evolucionado, no conocería su crecimiento, sus calles, faltaría gente, mucha gente, y algunos de sus amigos, más su hermana lo estaría esperando, pero él iba psíquicamente preparado para afrontar ese choque del pasado y el tiempo real. La vida no le había tratado bien, le fue poco propicia, todo ese tiempo trabajando para no tener nunca un día feliz. Se enroló en la marina mercante, navegó por todos los mares de la tierra, pisó todo los continentes y conoció las diversas culturas del globo. Aprendió idiomas, tuvo una mujer en cada puerto, sin compromiso sentimental, pero los últimos años los pasó en una plataforma petrolífera en el golfo de México hasta que decidió volver. La decisión fue difícil de tomar, pero no tenía otra alternativa, necesitaba estar con los suyos, aunque alguien pensara que era un egoísta, y de esa guisa se fue quedando dormido.

El autobús llegó a la N-340 dirección Málaga, al pasar el puente sobre el río Guadalfeo, Mario se despertó, e, instintivamente, su mirada se posó en el pueblo que a los lejos se iba haciendo visible. ¡Allí estaba su pueblo! Solemne, majestuoso, blanco como la blanca nieve, la torre de su iglesia, erguida, sobre salía por encima de sus casas, y algo más arriba, se deslumbraba su corona, su fortaleza, el castillo que tantas veces había pisoteado siendo un chiquillo. Observó que el castillo tenía otra cara, que la torre destacaba menos, parecía más pequeña, que el pueblo, obviamente, había crecido, que su expansión iba comiendo terreno a su productiva vega. Se desorientó al bajar del autobús. Parecía que no conocía el lugar, todo era nuevo para él. Atravesó una gran avenida, era la arteria principal, había mucho movimiento de automóviles y de personas, a la izquierda se iba al pueblo y a las distintas playas, a la derecha todas direcciones y al casco viejo. El siguió a la derecha, al final de la calle, a unos cincuenta metros, tomó a izquierda. Cuando viró vio un gran un bar muy acristalado con un letrero en su enorme fachada que decía: BAR RESTAUTANTE EL PERLA. Le dio mucha alegría comprobar que el bar de su amigo Leo seguía en pie, se animó y entró. Se sentó en una mesa alejado del mostrador, junto a la cristalera y a espaldas de la misma. Pidió un café solo. Cuando el camarero le sirvió le pregunto por el Perla, este le dijo que estaba en la cocina, le diría que un cliente pregunta por él. A Leo lo conocían más por EL PERLA que por su nombre. Mario siempre lo llamaba por su nombre. Ese mote se lo pusieron los amigos porque de joven era una autentica perla, su bufaba de cualquiera, era introvertido, siempre se salía con la suya y el que más atención fémina alcanzaba. Al poco se acercó un hombre joven, unos treinta años, moreno fornido, al verlo se levantó, le dijo que perdonara, se había equivocado.

-Ha preguntado por el PERLA, ¿cierto? ?Dijo quien se acercaba.-

-Sí. Pero veo que?

-Usted por quien pregunta es por Leo, ¿verdad?

-Cierto. Mi amigo Leo González para mí siempre será EL PERLA.

-Sentémonos. -Dijo amablemente.- Me llamo Mario, soy hijo de Leo, EL PERLA.

-Yo me llamo Mario Ortega y?

-¡EL CHULO! ?El Ortega asintió con la cabeza retrepándose en la silla.- Usted tiene la santa culpa (riéndose) de que yo me llame Mario.

Mario le contó muchas cosas, lo puso ?al día?, al Ortega le resbalaban las lágrimas por sus mejillas al escuchar el relato, y el joven le apretaba las manos. Escuchó que su amigo Leo murió un año atrás, de una fea enfermedad, padeció mucho, y la familia se volcó con él, pero no hubo nada que hacer. Su padre le contó que EL PERLA y EL CHULO fue un tándem que todo el pueblo envidiaba, siempre andaban juntos y se camelaban a las jóvenes del pueblo, pero que un día EL CHULO hizo mutis desapareciendo del pueblo, un asunto de faldas lo echó de aquí, pero que sus razones tendría cuando se marchó de esa manera sin despedirse de su amigo, y en honor de su amistad no dudó en ponerle sus nombre a su primer hijo varón. El Ortega lloraba en silencio. Ahora más que nunca se arrepentía de no haberse despedido de Leo. El joven se levantó, fue dirección a la cocina, el Ortega, con su mirada fija, quedó absorto con sus pensamientos. Le había llegado al corazón el hecho de que su amigo le había puesto su nombre a su hijo, le estaría agradecido eternamente. Al poco se acercó el joven con una mujer vestida de negro, unos sesenta años, delgada. Su rostro era fiel reflejo de la cuita que mecía su alma. Al verla, el Ortega se levantó raudo y se fundieron en un largo y emotivo abrazo.


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