LA BANDERA

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-Venga. Otra vez -dijo el capataz de la cuadrilla. A su señal, los operarios municipales dieron un fuerte tirón al cabo de la bandera. Tras un fuerte chasquido, los setenta metros cuadrados de tela cayeron como un paracaídas a tres metros de donde se hallaban.

Manolo, el capataz, sonrió con los brazos en jarra mientras miraba el mástil desnudo.

-La madre que la parió -dijo entre dientes mientras pensaba en los cuatro años que estuvo parado y en el día que se izó por primera vez.

Era domingo. Había perdido la cuenta de los coñacs que se había tomado, entre maldición y maldición, antes de intentar acercarse a la plaza donde tendría lugar la ceremonia. Una vez allí, un individuo encorbatado y con gafas de sol le indicó con un ligero empujón que estaba demás.

Mientras se alejaba, vio de reojo como la alcaldesa, vestida de blonda y mantilla, inclinaba la cabeza para agradecer la actuación de su guardaespaldas. Luego sonrió aliviada. Pero su tranquilidad no se debía a haber evitado las impertinencias de un borracho, sino porque quien se alejaba dando traspiés hasta el bar de enfrente era uno de los cuatro capataces que tuvo que despedir a causa de los recortes en el presupuesto. El mismo que el viernes posterior a su despido había manifestado su disconformidad haciendo volar de una patada el cristal de la puerta de Recursos Humanos.

Después, poco a poco, llegaron los invitados al acto. El vicario de la basílica, el obispo, un capitán de fragata, varios generales y cientos de hombres de rigurosa etiqueta así como sus mujeres, que lucían pamelas como las de las carreras de Ascot. Manolo los observaba desde su taburete. Mientras, alternaba los botellines de cerveza con los whiskies y estos con los cubalibres de ron, afrontando el paso del tiempo sin pensar en sus cincuenta años, en la falta de ofertas de trabajo o en la vida laboral a la que había puesto fin aquel ayuntamiento de derechas.

Cinco minutos después, y a diferencia de aquel día, Manolo volvió a ser consciente de la realidad en la que se encontraba. La voz de uno de sus operarios le obligó a apartar la mirada del asta de dieciocho metros para centrarse en su trabajo.

-¿Nos vamos, jefe?

-¿Habéis metido eso dentro del camión?

El operario asintió con la cabeza. Y Manolo, después de echar un vistazo a la tela, se sentó junto al conductor. De camino al almacén, sus compañeros bromearon con la posibilidad de que en vez de la bandera ondease una especie de panel donde los vecinos colocasen sus recuerdos. Una ocurrencia que él, sin embargo, consideró posible para quienes, tras su triunfo en las urnas, sustituyeron las banderas y los cohetes por el trabajo y la dignidad de su pueblo.

 

 


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