Richelieu

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Richelieu , extiende su enguantada mano y señala mi único alfil.

-Me temo que en breve podremos dar un merecido paseo por los jardines de mi residencia –me dice mientras sonríe.

Por cortesía, le devuelvo la sonrisa y me doy cuenta de que al segundo movimiento me hará jaque mate.

En realidad, más que en aquella partida pensaba en otras que ni siquiera podría recordar con detalle. Más bien, en lo que pienso no es en las aperturas que utilicé o en las fintas a las que tuve que enfrentarme, sino en el tacto de unas piezas que, a diferencia de estas, talladas en ébano, eran de plástico y más pequeñas: las de mi computadora. Y también en el LOST de su pantalla que me indicaba las escasas partidas que conseguía ganar.

-Te he visto algo distraído –me dice Richelieu.

-Pensaba en otras partidas.

En realidad, aquello era una verdad a medias. Pues más que pensar en otras partidas, soñaba despierto con otros tiempos. ¿Pasados? La calle Antonio Pascual Quiles, con su mural de piedra en el que un cazador atravesaba un cocodrilo con su lanza; en los guardias que dirigían el tráfico, con sus cascos y porras blancas; en el piso de mi prima, con su salón y su cafetera de brazo que observaba en penumbra mientras jugaba con mi biplano de plástico a mis cinco años. Imágenes que configuraban un pasado que para aquel cardenal francés serían, sin embargo, un futuro inalcanzable.

Luego, por fin damos ese paseo por los jardines de su castillo, con sus torres circulares y sus puertas a levante y a poniente. Y mientras avanzamos envueltos por la brisa de aquel paisaje, vuelvo a evocar nuevos recuerdos. Esta vez es un viejo castillo desmontable que fue el eje de mi infancia y al que sacrificaba mis horas de estudio e, incluso, de televisión.

Richelieu, al verme ensimismado con los sillares de los lienzos y las torres y con el estrecho sendero de color ocre, idéntico al de mi castillo de juguete, vuelve a sonreírme.

-Y aquellas partidas ¿las ganaste?- me pregunta mientras, mirándome con a los ojos, me demuestra que no es fácil engañarlo.

No le contesto: me limito a devolverle una forzada sonrisa.

Entonces, él, con voz más bien baja, y sin variar su semblante irónico me dice: En la vida podemos perder muchas partidas de ajedrez. Pero en la muerte hay dos partidas que ni Dios ni el Diablo podrán ganarnos: la de nuestros recuerdos y la de nuestros sueños a través de otros tiempos, de otras épocas que jamás llegamos a vivir.


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