La soledad de la abuela Pancha (Parte 1)

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LA SOLEDAD DE LA ABUELA PANCHA (parte 1)

 

 

El sillón de mimbre junto a la ventana parecía ser el único sitio en toda la casa que calmaba las faltas de aire de la abuela Pancha. Los ataques venían siempre en las mañanas, cuando el sol recién comenzaba a calentar los naranjos del patio, y los pollos se acercaban piando hasta la puerta de la cocina en busca de granos de maíz.

 

Hubo una época en que ella misma era quien les desgranaba las mazorcas, mientras ponía a hacer el café en el reverbero tiznado que tantas veces negara sustituir por una de aquellas cafeteras metálicas aparecidas con los nuevos tiempos.

 

-¡Dicen que explotan! –defendía sus viejas costumbres-. ¡Por nada del mundo voy a usar yo un tareco de esos!

 

Trabajaba a gusto, con el placer de sentirse la dueña absoluta del destino de la casa.

 

Sin embargo, las cosas cambiaron con los años. Sus deficiencias cardíacas, y aquella mancha mortal en el pulmón derecho, le provocaban ahora un cansancio que ahogaba. Al principio intentó combatirlo poniendo por delante toda su voluntad de mujer de campo, pero poco a poco el paso de la vida fue haciéndole ver que debía renunciar a tantas obligaciones tempraneras.

 

Se resignó entonces a sentarse en la sala, abanicando su inutilidad con la penca de yarey que le regalara un día su cuñada Vicenta. Colocaba la mano libre en los barrotes de la ventana, y las horas le pasaban escrutando aburrida los polvorientos contornos de la calle.

 

-¡Adiós! ¡Qué grande se ha puesto tu niña! ¡Ya es una mujer! –le gritaba cosas como estas al primer vecino o conocido que apareciera ante sus ojos.

 

-¡Adiós, Pancha! –devolvían ellos el saludo, casi siempre sin detener el paso. Conocían ya de sobra la naturaleza de sus conversaciones, y no era aconsejable darle oportunidad para que iniciara uno de sus discursos. Pero si alguna vez la piedad los llevaba a darse la vuelta e interesarse por su salud, Pancha se levantaba con una agilidad insospechada y salía presurosa al portal. Agarrando el cordel donde en días de lluvia su nuera ponía a secar la ropa lavada, comenzaba a contar con sus casi convincentes dotes de meteoróloga:

 

-A mi me hacen mucho daño estos cambios de tiempo. Los médicos dicen que todo lo que yo tengo es un problema de nervios, pero cada vez que por fuera hay alguna hondonada de esas, amanezco yo ahogada…

 

Echaba un rápido vistazo al interior de la casa, y bajando la voz proseguía:

 

-Si yo pudiera hacer las cosas, seguro que esta casa no estuviera tan cochina y tan abandonada. Gilda será muy buena, pero en cuanto a limpieza, le da lo mismo una cosa que la otra, y yo a la gente así tan puerca no la soporto…

No le perdonaba a su nuera el haberla desplazado. Recordaba bien el día en que llegó. Traía aires de muchacha tímida, sonriendo de continuo para agradar. Pero Pancha no fue nunca receptiva a estas sonrisas, a pesar de que al menos en aquella época, la toleraba.

 

Sin embargo, cuando las circunstancias no sólo convirtieron a Gilda en el alma indiscutible de la casa, sino que le otorgaron además atribuciones para desestimar sus opiniones, la antipatía de Pancha hacia ella se hizo muy marcada. Discutían a diario, y siempre Gilda la hacía quedar como culpable. Hasta su propio hijo la juzgaba, y la llamaba vieja egoísta y amargada.

 

-¡Usted no puede imaginarse la soberbia que me da a mi tener que convivir con gente vaga! Cuando yo tenía salud todo aquí era bien distinto –continuaba diciendo, y antes de desviar el ataque y echar mano a su tema predilecto, sus ojos ya tan marchitos se perdían tras los raíles de la línea del ferrocarril-. ¡Ese sinvergüenza fue quien me puso así! ¡La culpa de mi enfermedad la tiene él! ¡Tan buena esposa y tan buena madre que fui siempre para sus hijos! Pero por suerte, hay un Dios allá arriba que todo lo ve, y ya él está pagando lo que me debe.

 

-¿Si, Pancha? -solían preguntar a veces los forzados interlocutores.

 

-¡Claro que sí! –respondía ella con firmeza, y asumía dejos de una vengativa señorita-. Dicen que esa negra le pega tarros hasta por gusto. ¡Ella no lo quiere! Nunca lo quiso. Está con él para chulearle el dinero. Pero bueno, parece que a él le gusta hacer de viejo cabrón. Cualquier día ella le da un par de patadas por el culo, y tendrá entonces que buscar dónde meterse. ¡Y yo aquí no lo quiero más!

 

Treinta largos años habían acunado la soledad de Pancha. El reloj de su amor quedó detenido a las tres de la tarde de un noviembre de lloviznas, cuando él subió al tren cargando la última maleta.

 

-¡Por tus hijos, Alberto! ¡Hazlo por ellos! ¡No te vayas! ¿Qué va a ser de nosotros? -se había lanzado a sus pies minutos antes, en un desesperado intento por retenerlo.

 

-¡Déjame tranquilo, Pancha! –trató él de liberarse-. ¡Ya no te soporto!

 

La empujó violentamente sobre el lecho, hundiéndola en un llanto nervioso que hizo palidecer de susto a los cuatro niños que escuchaban tras la puerta.

 

Fue esta la última discusión entre ambos. El matrimonio, asentado durante casi nueve años en aquella casa de madera y tejas, junto a la línea del ferrocarril, quedó definitivamente deshecho.

 

El desamor había comenzado cuando le ofrecieron a Alberto aquel puesto en el central azucarero de Fomento. Se iba en el tren de la mañana, y sólo regresaba en la tarde, cansado, y de mal humor por lo incómodo del viaje. Ella lo recibía siempre con una sonrisa. Le quitaba las botas, y lavaba sus pies en el agua caliente de la palangana. Para la cena le servía los mejores platos. “Debe ser así.” –pensaba-.” Es el hombre de la casa, el que la mantiene”.

 

Pero estas atenciones no bastaron para que el corazón de Alberto siguiera unido al de ella. Primero fue el tren que salía adelantado, y luego el trabajo que reclamaba su presencia en el central en horarios imprevistos. La casita de madera y tejas dejó de ser aquel refugio, donde él regresara cada noche en busca de la paz familiar. Pancha aceptó resignada la situación, pensando que Alberto se sacrificaba para mejorar así la economía de la casa. Pero un día, su intuición de mujer enamorada la empujó a revisar minuciosamente la ropa sucia que él traía en el maletín en sus regresos. Olía profundamente cada pieza, en especial los calzoncillos, como si la huella del posible delito estuviera preferentemente en ese sitio. Buscó con tanta insistencia, que su nariz llegó a descubrir por fin un raro, pero inconfundible olor a hembra.

 

-¡Me engañas! ¡Yo lo sabía! –estalló su pasividad de esposa obediente.

 

-¿De qué hablas? –se extrañó él-. ¿De dónde sacas eso?

 

-¡De esto! ¡De esto! –gritó ella fuera de sí, y sacudió en alto un calzoncillo, como prueba irrefutable de su infidelidad-. ¡Esto huele a negra! ¡Estás con una negra, Dios mío!

 

A partir de entonces se sucedieron las discusiones. Comenzó él a quedarse más tiempo en Fomento, sin ocultar ya su aventura de amor.

 

 


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