Los vampiros.

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Tal y como sucedía desde muchas noches atrás, Tomás, que estaba todavía despierto en su cama, cerró los ojos cuando oyó el aleteo que le era familiar. Tras él, percibió unos ligeros arañazos en el suelo causados por cuatro pequeñas extremidades que se desplazaban con dificultad. Lo que sintió Tomás a continuación fue el ligero pinchazo en el pie izquierdo, al que ya estaba acostumbrado, y una sensación de humedad seguida de un cosquilleo. Quince minutos después, al escozor que notaba cerca del talón dio paso a un dolor agudo que no le abandonó hasta la madrugada.

A la mañana siguiente, Carlos, el hijo de Tomás, entró en la habitación de su padre acompañado de don Raúl, el médico. El galeno, además de su maletín, llevaba una pequeña bolsa de tela en la que podían apreciarse un pequeño libro con una portada en la que se adivinaba, pese a la opacidad de la tela, un dibujo de vivos colores y, además, un frasco.

—Vamos a ver, Tomás, ¡cuántas veces se lo he dicho! Son una plaga. Los vampiros pueden transmitirle la rabia…

—Pero usted… —interrumpió Tomás.

—Sí.— le atajó secamente el doctor—Ya sé lo que me va a decir: que ya le vacunaron. Fui yo quien le llevó a la capital para que se la inyectaran. Pero no solo pueden contagiarle esa enfermedad, sino otras, más de las que usted se imagina.

—Don Manuel dice que son buenos porque se comen a los bichos. Y así las cosechas…

—¡Tonterías! —gritó don Raúl —Son los murciélagos los que pueden combatir a los mosquitos y demás insectos. Pero el vampiro se alimenta solo de la sangre de los animales y de las personas.

Tomás escuchó cabizbajo la regañina del médico que, como siempre que iba, le desinfectaba la mordedura. En realidad, la principal preocupación del campesino no era el hecho de que esa fuera la última vez que don Raúl se prestase a venir, sino que aquellas visitas y, lo que es peor, que el propósito de acabar con esos animales, llegasen a oídos de don Manuel, el amo, que no dudaría en echarles a él y a su hijo para meter luego en aquella casucha de apenas veinte metros cuadrados a otra familia igual o más necesitada incluso que ellos.

Cuando el doctor dejó el paquete de los apósitos sobre la mesita, se percató de que había sobre ella un pequeño sobre que, pese a estar cerrado, no le impidió adivinar de qué se trataba.

—Supongo que don Manuel le habrá visitado ayer.

—Sí —contestó sorprendido Tomás — ¿Por qué lo sabe?

—Pasado mañana son las elecciones. Y don Manuel no es persona que se descuide ni con su voto… ni con el de los suyos —dijo el doctor señalando con ironía el sobre.

Tomás, pese a ser analfabeto, poseía, en cambio, la perspicacia necesaria para comprender a qué se refería don Raúl.

—Mire, don Raúl, —dijo con tono resignado— Don Manuel a veces tiene el pronto vivo y destemplado. Pero es hombre de bien. Y sabe que es lo que más conviene a todos, incluido servidor de usted.

El doctor cerró los ojos y después de suspirar profundamente dándose por vencido, sacó el contenido de la bolsa que llevaba encima.

—Escúcheme atentamente, Tomás, por Dios se lo ruego. Este frasco contiene formol. Esta noche, antes de acostarse, métase un par de trozos de algodón en la nariz y eche un poco del frasco cerca de la los pies de la cama. El vampiro caerá aturdido. Luego, con mucho cuidado, métalo en esta bolsa. Mañana pasaré a recogerlo para analizarlo y buscar una solución con algún veneno. ¡Ah!, y tenga este libro. — Se trataba de un libro de primaria para niños con dificultades de comprensión y que contenía más ilustraciones que texto— Con un poco de suerte, cuando tengan lugar las próximas elecciones ya podrá pensar por usted mismo.

 


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