Hace 40 años

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     Dimas no quería dormir. El día había sido lo suficientemente intenso que no quería que se acabara. Aunque siempre había sido gente de vivir experiencias, ese día acababa con ese sabor de boca que te deja la felicidad interior. Por fin había besado a Marion.

 

     A sus 70 años, había besado a muchas mujeres. Divorciado a los 32, su vida había sido  un constante devenir de chicas, mujeres y alguna abuela de buen ver en épocas de hambre. Pero hoy, había besado a Marion. Era el hombre más feliz del mundo.

 

     Marion había vuelto a Lanzarote hacía dos meses. Pero estuvo un mes entero, con sus días y sus noches, debatiendo si tenía que hacer esa llamada. La de decirle a Dimas que había regresado. ¿Se acodará de mi?. En caso afirmativo, ¿tendrá buen recuerdo?. No eran muchas incógnitas, pero eran de gran peso. No se decidía y los días iban pasando.

 

     Por las noches, solía sacarse una silla por fuera de la puerta de su casa de campo para leer, mientras observaba las estrellas. Aquél día no se concentraba en la lectura. Leía una hoja y, al llegar al final, se daba cuenta de que no había retenido nada de lo escrito. Sabía porque. No se le iba de la cabeza la necesidad de saber de Dimas.

 

     Al día siguiente no quiso llamarlo temprano por si acaso lo cogiera durmiendo. Se auto convenció de que lo mejor era hacerlo al medio día, justo antes de comer. Lo conocía y sabía que a esa hora es cuando más espabilado estaba. El teléfono lo cogió firme y marcó decidida. Era una mujer muy disciplinada con las decisiones que siempre ha tomado en su vida.

 

     Durante la conversación notó a Dimas muy vital. Por supuesto, alegre de recibir la llamada a la que, él, calificó como “la más inquietante de los últimos cuarenta años”. Dudó si pedirle una cita o esperar a ver que si el caballero se decidía a hacerlo. Pero se dio cuenta rápido que ella nunca fue mujer de sentarse a esperar acontecimientos. ¿Cuándo nos vemos?, le dijo.

 

     La primera vez que se vieron fue extraña. Cuarenta años no pasan en balde. Aunque los dos estaban bien conservados para su edad, que era la misma. De hecho, rompieron el hielo hablando de lo poco que se llevaban el uno del otro. Él era mayor que ella, simplemente seis días. Y la conversación se alargó unas tres botellas de vino. En casa de Dimas, nunca faltaba el buen vino que le mandaba su hija desde California. Llegó un momento en que, contándose las vidas, el alcohol fue haciendo su efecto y a ella le dio por reír y a él le dio bastante sueño. Convinieron que se quedara a dormir en casa para no tener que conducir, pues casi las respetivas casas estaban en dos puntas de la isla.

 

     Él, un caballero como siempre, le cedió su cama y se mudó para durmir en la de invitados, más estrecha que la otra. Ninguno podía dormir. Ella pensando que cuál sería la impresión que le habría causado y evaluando la cantidad de aceleraciones de corazón que había sentido mientras degustaban ese tinto tan exquisito. A él se le quitó el sueño al verse solo. Repetidamente, se le pasaba un pensamiento insistentemente en la cabeza. ¿Porqué estoy en esta cama si lo que quiero es estar en la de ella?.

 

     Se durmió pensando en cuando eran jóvenes.

 

     Marion fue el motivo de la ruptura del matrimonio de Dimas. Causa indirecta e involuntaria, pero causa al fin y al cabo. Eso lo sabía él, pero no ella. ¿Debería contárselo?. Ya, con setenta años creo que hay pocas cosas que esconder en la vida.

 

     Quedaron tres o cuatro veces más pero no encontró ocasión oportuna mejor que la de anoche. Temeroso le preguntó a ella las razones por las que se había marchado. Nunca le llegó a convencer la excusa del traslado de puesto de trabajo, pero ella le rectificó en que esa había sido la verdadera razón. La trágica muerte de la encargada de la Central de Compras de Barcelona hizo que tuviera que asumir esas funciones y que, seis meses después, le encargaran dirigir el proyecto de crear una sucursal oficial en México. Ahí es donde había estado todos esos años. No le dijo, que habían sido años de echarle de menos. Aun así, se había casado dos veces con sendos fracasos en los matrimonios.

 

     Él aprovecho a decirle que se había separado de Ania, su mujer, cuando se dio cuenta que se estaba enamorando de ella. Que nunca se lo dijo por respeto a las dos. Pero sufrió en silencio estar en la cama de una cuando quería estar los brazos de la otra. Cuando se marchó, casi sin tiempo de acostumbrarse a su ausencia, entro en un vacío interior que arrastró con su matrimonio, con el amor por su mujer y acabó con las maletas en el coche.

 

     Justo cuando él iba a decir que si llega a saber donde estaba, la hubiera ido a buscar, ella le beso en los labios. Él no sabría decir si el beso duro dos segundos o una hora. Ella lo había besado. Yo, como narrador de la historia y que estaba observando etéreamente, logre escuchar que los dos corazones se sincronizaron noventa y cinco latidos por minuto.

 

     Esa noche Dimas no quería dormir. Ese día se había visto, con los ojos cerrados, con treinta años  y besando a la mujer a la que tenía que haber besado cuarenta años antes.


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