BAJO LA HORA BRUJA. 3ª parte

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A través de un enorme ventanuco que se abría en una de sus paredes, completamente desprovisto del marco y de cristales, alcancé la parte más oriental de la desaparecida población y me encontré de bruces con un viejo y abandonado cementerio. El campo santo estaba rodeado por una verja de oxidado hierro y la puerta de acceso al mismo se había desprendido de sus goznes y se hallaba completamente vencida en el suelo.

Viejas tumbas de piedra, pintadas de verde por el implacable moho se hallaban franqueadas por enormes y gruesos cipreses y cubiertas de hierbas, hojas secas y todo tipo de malezas. Me santigüe en señal de respeto y continúe avanzando hacia el norte, dejando de lado el cementerio. Hacía ya largo rato que mis oídos percibían una especie de murmullo incesante, que no lograba muy bien identificar. De pronto me encontré ante una elevación del terreno, que parecía una especie de pequeño cerro, ignorando si era completamente natural o de carácter artificial comencé a subir por el terroso suelo del mismo. Me costó Dios y ayuda coronarlo. Cuando finalmente lo hice, la vista me termino de dejar sin respiración. Ante mí se elevaba una imponente cruz de piedra, que parecía alzarse hacia el mismo cielo, como si apuntara a las mismas estrellas por encima de aquella espesa niebla y tras el enorme crucifijo, el bravo e imponente mar Cantábrico en todo su esplendor.

           Aquella era la causa del misterioso sonido, las olas rompían con fuerza arrolladora contra los acantilados que se abrían muy por debajo de donde yo me encontraba, aquella abandonada aldea era el final de aquel largo camino y acababa en la cima de aquel cerro quedando el terreno en un descarpado pico con una caída de más de 40 metros; impresionado por la fuerza que emanaba aquel sitio, me deje caer, apoyando mi espalda contra la dura piedra de la cruz y me dispuse a dar buena cuenta del refrigerio que me habían preparado en el hotel.   

           No sé el tiempo que había transcurrido desde que terminara de comerme el bocadillo y beberme la botellita de agua que lo acompañaba, en aquel lugar el tiempo parecía detenerse o sencillamente no afectar con su paso a las cosas. La sensación sin duda fue que un intenso frio recorrió todo mi cuerpo, cuando aquella mano de mujer, me tocó la mejilla desde mi espalda.

           Di un respingo y me incorpore girándome a la vez, para encontrarme con una guapísima mujer de unos treinta años de edad. Morena, casi azabache y enormes ojos azules del mismo color e intensidad que la mar que nos gritaba con rabia desde abajo, me miraba con cara divertida. Imaginé el aspecto que debía de tener yo en aquel momento, con mi chaquetón de intrépido viajero y mi gorro en la cabeza para proteger mis cuatro pelos de la humedad reinante y que por supuesto debían de encontrarse de punta por el susto que me acababa de llevar. La dama que vestía, para mi gusto; un poco fuera de época, término de reírse y me habló.

-          Buenas tardes, por favor, le ruego me perdone, no era ni mucho menos mi intención asustarle, pero al verlo hay, tan abstraído…., pues que quiere que le diga, ¡No lo pude evitar!

Y volvió a carcajearse delante de mis narices. Estaba yo por decirle algo así como -¿Qué pasa?, ¡mala leche si tenemos!, ¿eh?  - pero por mis labios salió algo radicalmente distinto.

-          No se preocupe usted. Creo que yo hubiera hecho lo mismo. Por cierto y hablando de mí, me llamo Vidal, de nombre no de apellido que todo el mundo termina por confundirse.

-          Encantada, soy Marisela, la hija del encargado del faro. ¿es fascinante verdad?

Hombre, por muy mona que fuera la joven, no encontraba yo la fascinación en que fuera la hija del señor que se encargaba del mantenimiento del faro, pensé para mis adentros, cuando descubrí que se refería al increíble paisaje y a la extraña línea azulada que había aparecido tras la gruesa cruz en el mismo horizonte, entre el enigmático cielo del atardecer y el embravecido mar.

-          La hora bruja.

Dijo de forma velada, mirando aquella línea casi en estado hipnótico. Y continuó.

-          Todas las tardes vengo hasta aquí a estas mismas horas desde hace mucho tiempo y nunca deja de asombrarme, es como si fuera una puerta por la que los misterios del cielo se pudieran escapar durante unos minutos y andar libres y a su total albedrio por la tierra, para más tarde tener que regresar por ella, a su lugar de eterno descanso.

La vi hablar con aquella voz tan dulce y armoniosa y la vi estremecerse, lo achaqué al frio que empezaba a reinar en aquel sitio y me quité la chaqueta para ponérsela sobre sus bellos y delicados hombros. Al sentir el contacto de la misma, negó con la cabeza y la dejo caer al suelo me miró y se apretó contra mi cuerpo, tomando mis brazos y haciendo que la rodearan por completo. Quedando su cabeza oculta en mi regazo, me dijo:

-          Mejor así. ¿Verdad?

Y así permanecimos no sé cuánto tiempo, yo parecía una estatua hecha de una piedra más dura y más inmóvil que la que formaba la enorme cruz que coronaba aquella elevación. No me atrevía a respirar ni tan siquiera a parpadear, por no interrumpir aquel delicado momento en el que me encontraba yo terriblemente a gusto. Entonces me habló con aquel tono que sin duda me hechizaba el corazón.

-          No le doy miedo. Podría yo bien ser una meiga, una bruja, un alma en pena de las muchas que rondan este lugar o incluso un espíritu maléfico con la intención de arrástrate a las profundidades, ¿de verdad que no le asusto?

-          Perdóneme usted, pero mucho se va a tener que esforzar para meterme más miedo en el cuerpo, que el que me metieron mi ex mujer y su abogada el día del juicio.

Entonces volvió a estallar en carcajadas. Sonaban igual que la brisa fresca de una mañana de abril, igual que la nítida y fresca agua de un claro arroyo, que en una noche de marzo devuelve reflejos de luna llena. Sonaba a ecos del pasado, a nostalgias de amores vividos y recuerdos dolorosos perdidos en el inexorable olvido. Me sonaba a un claro cielo que se abría ante mí. Voy a contar un secreto que me agradecerán todas las mujeres que lean este relato. Los hombres no os hacemos reír por hacernos los machitos o los graciosillos, para nada, lo hacemos porque adoramos el sonido de vuestra risa. Nos enamora veros reír, escucharos es un deleite y un placer sin igual. Entendí que mi anterior matrimonio había fracasado, el día que fui incapaz de hacer reír a mi ex. Cuando ya solo había tristeza, pena y dolor, ese día aquella relación había muerto.


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