LA MARCA COAGULADA PARTE 1

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Podía asegurar que eran cristales blancos. No se trataba de un viento gélido y despiadado sino de trozos de vidrio afilados y puntiagudos como botellas rotas de hielo que se colaban por la garganta aterida del Estrecho. Agustín Ribera sintió la punzada de cada uno de ellos en su espalda desnuda, en sus glúteos blanquísimos, en sus piernas propicias para condensar el aliento inodoro de la escarcha, en sus genitales yertos como castañas al borde de la fractura. El sol de febrero, disminuido y fugitivo había dejado atrás, en su marcha apresurada, constelaciones de planetas desamparados, astros brillantes que titilaban de frío y de incertidumbre. El viento gélido se aprovechaba de las grietas abiertas en el cielo, encrestaba el mar de cabritillas blancas y congelaba la cara oeste de las dunas, mezclando escarcha y arena en proporciones perfectas. Lo primero que pasó por su mente fue la posibilidad de la hipotermia. La desechó confiando en que las luces de los restaurantes a lo lejos permanecían todavía encendidas. Estaba desnudo y desorientado. Sus labios estaban empezando a amoratarse aunque el no pudiese verlos.

Se palpó la boca hinchada pero no llegó a sentir el tacto de los dedos sobre sus labios insensibles. El propio rostro puede llegar a ser el mayor de los desconocidos, las fotografías sólo arrojan atisbos inexactos, los espejos no pueden sino devolver imágenes inversas de algo que no somos exactamente nosotros, la cianosis esculpe facciones extrañas en la arcilla blanda de la carne, fragmentos irreconocibles del extranjero que llevamos siempre a cuestas. Agustín Ribera no reparó en la transformación que el viento gélido imprimía en su rostro. Lo realmente importante era encontrar su ropa extraviada entre algún bulto de arena.

Caminó sin rumbo por la playa. Su nerviosismo crecía paralelamente con el frío glacial que abrillantaba las luces de las ciudades africanas al otro lado del Estrecho. En su desorientación, en su desnudez, creyó escuchar gritos que provenían de las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia. Se acercó hasta el vallado. Los gritos indudablemente se originaban en los restos del templo de Isis. El frío genera alucinaciones semejantes a las de la fiebre, pensó aturdido, lo irreal está siempre presente en los límites de la temperatura corporal, basta que nos desviemos uno o dos grados de lo que es tolerable para el cuerpo y empiezan a surgir los fantasmas. Ignoró los gritos, aun en caso de ser reales, quien los emitía no estaba en posibilidad de ayudarle. Y el necesitaba desesperadamente sobrevivir.

Al recordar las razones de su baño unas horas antes, sus labios esbozaron una ligera sonrisa de ironía. Una tarde apacible de febrero puede ser el momento perfecto para abrazar desnudo el mar desnudo. El color del agua en el invierno poseía el exacto matiz de ciertos ojos que nunca llegaron a posarse en él, sumergirse en ese mar peculiar era como formar parte por unos instantes de ese iris que jamás lo encerró en su círculo sin sentido. La soledad de la playa que ahuyentaba el pudor, el color familiar y añorado del mar invernal, habían sido su excusa para sumergirse. Luego constató con agrado que la temperatura del agua era mayor que la del aire. No quiso salir. Retozó como un niño en la soledad invernal de la playa. No se percató de que la resaca lo desplazaba mientras que la impaciente noche de febrero borraba todas las referencias de la orilla.

Ya no aguantaba más. Estaba a punto de darse por vencido, cubrirse con algunas hojas de acanto que crecían en el límite de las dunas y presentarse como un fauno extraviado en el merendero de playa donde a lo lejos, el camarero indiferente empezaba a retirar las mesas de la terraza. Se vio a si mismo en la puerta del restaurante. Se río de su situación con una risa nerviosa, que le hizo perder el equilibrio y pisar unos cardos borriqueros que se levantaban enhiestos desafiando la arena y la escarcha que querían asfixiarlos. Cayó de bruces contra el suelo y en ese momento descubrió la posibilidad de su salvación. Unos plásticos abandonados en la playa, son poca cosa; los restos abandonados de algún naufragio, pero también una promesa de calor, un inigualable aislante térmico, un refugio inesperado. En su versión transparente cubren miles de hectáreas de invernaderos y permiten una temperatura constante, apta para el crecimiento vegetal. Aquellos no eran transparente sino negros, de una negrura absoluta como el mar que a unos metros sólo se delataba por la efervescencia ocasional de la espuma. Se envolvió rápidamente en ellos con la ansiedad de quien le va la vida en ello. No se percató de que manchaba su cuerpo desnudo con restos de una sangre que no era suya.

 


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